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Tribuna
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Responsabilidad

J. M. CABALLERO BONALD

A los dos años justos de la riada mortífera procedente de la mina de Aznalcóllar, se ha hecho público el informe de los peritos que estudiaban sus causas. He leído con atención esas conclusiones y he sacado las mías, que son tan inciertas como las que obtuve en un principio, cuando la Consejería de Medio Ambiente de la Junta, la Administración central, la compañía minera, la empresa que construyó la balsa y la encargada de su seguridad, se acusaron con recíproca obstinación del desastre.

La retahíla de los desatinos: cada uno esgrimiendo ante los otros unas exculpaciones de similar ambigüedad. Aquello fue realmente un deplorable espectáculo, en el que la política y la economía se convirtieron en incongruentes y dudosas maneras de defenderse atacando.

Ese informe pericial, solicitado en su día y entregado ahora a la juez de Sanlúcar la Mayor que instruye el caso, no parece suficientemente explícito. También es posible que yo no alcance a entender del todo los aspectos puramente técnicos de la cuestión. Pero las reacciones de los interesados han coincidido otra vez en la unanimidad exculpatoria. Cada uno alega que el causante de la calamidad es el otro.

Ya existían varios estudios encargados por las partes contendientes, atribuyendo respectivamente la rotura de la balsa al comportamiento del subsuelo, a los errores del proyecto de construcción, al mal estado de los instrumentos de medición de riesgos, a las altas presiones de los depósitos, a la falta de control, y a no sé qué otros motivos vinculados a cada particular conveniencia. ¿Cómo es posible que todavía hoy, cuando justamente se cumplen los dos años del infortunio, sigan sin establecerse ni siquiera por aproximación los límites correctos de la responsabilidad?

Las alegaciones de los presuntos culpables continúan insistiendo en las mismas chapuzas. Aparte de que cada cual se considera exonerado de toda sospecha delictiva, se nota mucho el trasfondo político enfrentado a los muy considerables intereses económicos y, correlativamente, laborales. Nada es imprevisible en este sentido. Parece ser que a estas alturas hay una veintena de imputados en la causa que se investiga, pertenecientes en su mayoría a la empresa que debía vigilar la resistencia de la balsa, a la compañía propietaria de la mina, a la Consejería de Medio Ambiente de la Junta y al Instituto Tecnológico y Minero adscrito al Gobierno central. O sea, que a los 24 meses de producirse ese terrible aluvión tóxico, todo sigue en términos justicieros como el primer día.

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La única evidencia manejable, hoy por hoy, es que hemos tenido que pagar entre todos unos 20.000 millones de pesetas para remediar en parte -sólo en parte- los fallos de una mina que convirtieron la cuenca del Guadiamar en una auténtica ilustración del infierno. Ese corredor verde que solapará el territorio empozoñado tiene algo de operación para cubrir con seda una cloaca. Lo que pasa es que la naturaleza también dispone de sus propios poderes para vengarse de quienes pretenden devastarla. Todo es cuestión de tiempo.

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