La política es difícil
PEDRO UGARTE
En el torneo de la popularidad cada vez hay más personas cuyo único título de valor es nominal: son famosos, famosos porque sí, famosos por el artículo treinta y tres. La gente sabe que existen, aunque nadie se explica muy bien la razón de su existencia. Hay famosos por herencia (sus padres hicieron algo meritorio y ellos, ahora, chupan cámara) y famosos por adherencia (tuvieron relación sentimental con un artista, y luego viven de aquel transitorio emparejamiento, ennoblecidos por las luces de los focos y el brillo de las revistas de papel couché). La tipología de la fama podría extenderse aún más: un famoso por adherencia, adherido después a la cama de un desconocido, puede transmitir a éste el virus de la fama. Nacen así los famosos por adherencia al adherido. Una adherencia de segundo grado. Esta sucesión de contagios podría dar lugar a una nueva aporía de Zenón de Elea, como aquella de la flecha, o la de la tortuga, ya saben.
Todo lo que se diga sobre esa gente perfectamente inútil nunca será suficiente, pero hay que hacer un esfuerzo por subrayarlo día a día, ya que no para cambiar las cosas (algo que se nos antoja imposible) sí al menos para no perder la dignidad. Cada vez que en la consulta del dentista ojeamos distraídamente una revista, cada vez que en la televisión topamos con algún programa dedicado a los famosos, inevitable, trágicamente, apuntalamos el invento.
Uno se muestra profundamente respetuoso con la iniciativa empresarial y sabe que al dinero privado le está permitido, dentro de un orden, moverse en virtud de su exclusivo beneficio. Lo que ya no se entiende tanto es que los medios de comunicación públicos compitan en la magnificación de semejante tontería. Son medios que se financian con los impuestos de la gente, de esa gente que trabaja día a día para ganarse el pan, costearse el recibo de la luz y disminuir en un algo la onerosa carga hipotecaria de su piso en Sestao o en Rentería. No se entiende que parte del dinero público se vaya no en construir carreteras, ni en financiar el salario social, ni en promocionar la cultura, ni en mantener el orden ciudadano, sino en enviar unidades móviles a Marbella para filmar a algunos imbéciles bostezando en una fiesta o saliendo de su chalet ajardinado.
Así como nos asiste el derecho de poner o no una cruz en la declaración de la renta para financiar iglesias u organizaciones no gubernamentales, estaría muy bien contemplar algunas otras precisiones en la vinculación de nuestro dinero al presupuesto. Yo querría que en los impresos que reparte Hacienda alguna casilla considerara la siguiente disyuntiva: ¿Desea dedicar parte de sus impuestos a que nuestra televisión investigue por qué Antonio David y Rociíto se han separado o prefiere que el mismo equipo por fin nos diga algo sobre los contactos de los hombres del presidente con la dirección de ETA?
Las televisiones públicas no deberían esforzarse tanto en cohesionar culturalmente al Estado gracias al casposo mundo del corazón. Y no podría argumentarse que existe una auténtica demanda informativa, porque los medios privados cubren sobradamente ese tipo de acontecimientos. Nadie, en el fondo, puede escapar de Sofía Mazagatos. Incluso desde ese punto de vista, los medios de comunicación públicos son meramente redundantes.
Últimamente se ha instaurado la moda de inaugurar cualquier negocio contando con la beatífica bendición de algún famoso serie B. Todo avispado empresario que abra hoy día un bar, una tienda de ropa o una fotocopistería se traerá de Madrid a algún famoso (de tarifa asequible, claro) para dar lustre al acontecimiento. Los medios de comunicación se harán eco de tan relevante noticia. Recientemente un periódico bilbaíno entrevistaba a la modelo Alejandra Prat (que defendía valerosamente su título de periodista), y le preguntaba acto seguido sobre la guerra de Chechenia: "Bueno, la política es difícil", contestaba.
No deja de ser, después de todo, otro punto de vista.
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