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Tribuna
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El primer editor español

Juan Cruz

Jaime Salinas, el primer editor español de Günter Grass, decía ayer que El tambor de hojalata es la mejor novela que se ha publicado en Europa durante el último medio siglo. Salinas, que creyó siempre que en Grass está la conciencia literaria y civil contra el fascismo que combate en ese libro el nuevo Nobel de Literatura, no dice mucho más: parco en palabras, como siempre, ayer disfrutaba del éxito de su amigo con la misma humildad con la que Grass se refiere a sí mismo, a sus novelas y a su vida. Salinas fue esencial en España para dar a conocer la obra de Grass; lo trajo, lo llevó a viajes insólitos como aquel en el que los escritores españoles se fueron en tren hasta Cuenca por el placer de ir hablando de literatura, insistió en su valía, le hizo discutir con grandes intelectuales del momento como Juan Benet y, en aquellos setenta tan complicados para nuestro país, le hizo dar aldabonazos en una conciencia que entonces, no sé si ahora, no tenía ni idea de los dramas que había pasado y todavía pasaría Europa.

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De ese viaje recurrente que Salinas le hizo hacer en aquel entonces le viene a Grass este amor por España que exhibía el último verano en el Algarve portugués cuando le fueron a ver su actual editora, Amaya Elezcano, y el responsable de Comunicación de Alfaguara, el periodista Miguel Munárriz; allí preparaban los tres, bajo el sol sinuoso del Algarve, el viaje en el que Grass debía recoger en España el Premio Príncipe de Asturias y presentar en Madrid su última novela, Mi siglo. El recuerdo de Salinas, el aprecio por su traductor, Miguel Sáenz, y aquellos años difíciles -contó que Tierno le había fascinado porque hablaba latín, y guardaba una buena memoria de Felipe González- en los que vino a ayudar, con Willy Brandt, a entender qué pasaría con la naciente democracia, ocuparon más tiempo de la charla que la propia exigencia promocional de su libro.

Grass es un hombre silencioso y agudo, un alemán de todas partes, que en su país ha generado todas las polémicas posibles por haber establecido -sobre todo en Malos presagios y en Es cuento largo- su preocupación por el futuro imperfecto de la unificación alemana y de Centroeuropa. Ahora todo el mundo está de acuerdo en que aquel rompecabezas que se derivó de la precipitada caída del muro de Berlín desató un temporal que, entre otras cosas, desembocó en las guerras yugoslavas y en el desequilibrio tangible entre un lado y otro de la Europa antes dividida. Allí les dio a sus editores un libro dedicado a Javier Solana: le entendía.

De esas cosas, y de sus amigos, y de sus hijos, es de lo que quiere hablar Günter Grass cuando su amigo Rodrigues, el taxista portugués que le conoció en Alemania y que ahora lleva y trae a sus visitantes, le deposita la mano en el hombro y le dice: "Querido Günter, estos amigos...". Esta casa que Grass tiene en el Algarve, perdida en las sinuosidades que tan bien ha descrito su predecesor, el portugués José Saramago, es tan espartana como la casa alemana de Grass.

Este hombre quería, al venir a España, recordar un día en que los gitanos le dieron aquí, en 1992, el bastón de hidalgo y le llevaron luego a comer tortilla española en un figón llamado Cáscaras. Y vino: lo único que quería era tener tortilla y vino a mano, en Asturias y en Madrid. Cuando Amaya Elezcano y Miguel Munárriz acabaron su viaje y se despidieron en la puerta, dijo, con el aire agradecido de sus ojos debajo de las gafas cortadas: "Y no se olviden de abrazar a Jaime Salinas, mi primer editor español".

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