Tribuna:

Paz o reconciliación

Los dos últimos comunicados de ETA -uno reprochando al Gobierno que haya congelado el diálogo y otro regañando al PNV por su tibieza a la hora de repartir poder autonómico y municipal con los abertzales radicales- reivindican el liderazgo político en la solución de la cuestión vasca. Eso lo ha entendido bien el PNV, de ahí su contundente respuesta declarando "agotado el discurso y el análisis de ETA". Para los nacionalistas moderados, bastante haría la organización etarra con entender la necesidad de acallar las armas. Del dibujo político ya se encargarán ellos.¿Está de verdad tan agotado el a...

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Los dos últimos comunicados de ETA -uno reprochando al Gobierno que haya congelado el diálogo y otro regañando al PNV por su tibieza a la hora de repartir poder autonómico y municipal con los abertzales radicales- reivindican el liderazgo político en la solución de la cuestión vasca. Eso lo ha entendido bien el PNV, de ahí su contundente respuesta declarando "agotado el discurso y el análisis de ETA". Para los nacionalistas moderados, bastante haría la organización etarra con entender la necesidad de acallar las armas. Del dibujo político ya se encargarán ellos.¿Está de verdad tan agotado el análisis de ETA? Su discurso, ahora y antes, consiste en negociar con el valor de la vida o, si se prefiere, a presentarse como señores de la muerte. Su fuerte ha sido el terror, el miedo a privar a cualquiera de la vida. Nada hay tan preciado para un ciudadano moderno como la vida misma. Eso lo saben bien los gobernantes democráticos, que asumen, como primer deber, proteger la vida y mantenernos sanos. Por eso, la paz, que es un pacto por la vida, es el supremo bien político.

La democracia tiene a gala dar una respuesta civilizada a instintos o actitudes contrarios a la vida, los mismos a los que se refieren los teóricos de la política cuando dicen que "el hombre es un lobo para el hombre" (Hobbes) o que la querencia natural de dos grupos humanos es la de declararse la guerra (Carl Schmitt). El político demócrata tiene que andar listo para taponar esa beligerancia atávica. La guerra es el problema, y la paz, el objetivo. Cualquier precio se puede pagar por vivir en paz. Se pueden olvidar los crímenes, se puede hacer la vista gorda sobre atropellos cotidianos y hasta sobre intentos de golpes de Estado. Para eso el hombre moderno ha creado la figura de la amnistía, que significa borrón y cuenta nueva.

En España sabemos mucho de esto. La transición política se hizo bajo el signo del olvido. Primero se declaró olvidado el franquismo y luego se olvidó la primera remesa de crímenes etarras. Todo por la paz.

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Pues bien, la paz es la gran coartada de ETA. Mientras soñaron con conquistas políticas, estuvieron perdidos. Ni los nacionalistas demócratas les iban a dejar esa tajada ni el Estado iba a perder esa guerra. Se han hecho importantes cuando han puesto sobre la mesa el bien supremo de la vida. El Estado está dispuesto a ofrecerles la paz que no tenemos, ni ellos ni nosotros, pero que ellos amenazaban con sus pistolas. Nos saben cogidos por la paz. El deseo de vivir en paz es comparable al miedo a perderla en uno de sus atentados. Por eso, su discurso y sus análisis siguen siendo actuales... a menos que nos decidamos a distinguir entre paz y reconciliación.

Tras la defensa de la paz, como valor supremo, está toda una cultura del cuerpo. Hasta quizá se pueda decir que lo que caracteriza a las democracias liberales no es tanto la defensa de la libertad, como principio regulador, cuanto la atención al cuerpo: defensa de la vida como supremo bien; búsqueda del bienestar material, atención a la salud y lucha contra la enfermedad. Por supuesto que este amor a la vida que caracteriza a la modernidad política no es platónico. La atención al cuerpo significa, al mismo tiempo, control del hombre, vigilancia y capacidad de castigo. Pero esto es otra historia. Nunca hemos tenido tanto progreso en el mantenimiento de la vida y nunca tanto miedo a perderla. Ése es el caldo de cultivo del terrorismo. La reconciliación, por el contrario, añade un ingrediente que desconoce la paz y que no es sino la comunidad real. La paz puede ser un negocio entre el grupo terrorista y el Estado, pues lo que en el fondo ahí se ventila es la integración de un grupo-fuera-de-la-ley en unas reglas de juego que son las del Estado. La paz es el restablecimiento del imperio de la ley. La reconciliación, por el contrario, es la convivencia en el seno de la sociedad. Cuando esa convivencia ha sido rota con asesinatos, torturas o secuestros, la comunidad se quiebra, se divide en víctimas y verdugos. La paz de la convivencia ya no es un asunto sólo entre terroristas y Estado, sino que pasa por la reconciliación entre víctimas y verdugos. Ya no basta la amnistía, que es como cerrar los ojos, sino que hay que hablar de perdón.

El perdón es incompatible con el olvido. Para perdonar hay que recordar, hay que abrir los ojos al pasado de modo que los asesinos puedan asumir sus culpas, y las organizaciones, sus responsabilidades. Sólo entonces las víctimas podrán pronunciar su palabra de perdón -no el Estado- y suturar así la quiebra de la comunidad.

No cabe hacerse muchas ilusiones sobre la capacidad del asesino para asumir sus culpas. Queda, sustitutoriamente, la condena de la justicia en juicio justo; en ese caso, la sociedad sabe, al menos, a qué atenerse. Otra cosa son las organizaciones que han legitimado el crimen. Si la culpa es personal e intransferible, no hay por qué exigir las culpabilidades, pero sí responsabilidades políticas. ETA y sus aledaños tienen una deuda pendiente con las víctimas, y sin su perdón el futuro del País Vasco es oscuro.

La diferencia entre hablar de paz y hablar de reconciliación estriba en reconocer o no el papel de las víctimas. Hasta ahora sólo aparecen como parte negociadora de unas compensaciones económicas que les debe el Estado, pero están ausentes del proceso de paz. La reconciliación de la sociedad dividida exige, sin embargo, que estén ahí ya. Su sola presencia hará ver a ETA que no es el miedo al cuerpo lo que nos guía, sino el deseo de una convivencia digna. Para que haya paz basta que acallen las armas; para la reconciliación, tendrán que pedir perdón a las víctimas. El asesino sólo puede convivir en paz -y no sólo consigo mismo- el día que al cruzarse en la calle con la viuda o el hijo de su víctima sienta agradecido la mirada serena del otro.

Cuenta Borges en el relato Deutsches Requiem la historia de un criminal nazi que, en vísperas de ser ejecutado, se dedica a dar un repaso a su vida. La juzga impecable, siempre a la altura de las circunstancias de lo que el deber requería. Sólo anota un borrón, un momento de debilidad que, afortunadamente, no pasó a mayores. Se refería a la ejecución de Jerusalem, un anciano judío, poeta él, que respiraba inocencia por los cuatro costados. Estuvo a punto de..., pero acabó cumpliendo con su deber. "Ignoro si Jerusalem comprendió", comenta el verdugo nazi, "que si yo lo destruí fue para destruir mi piedad. Yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso fui implacable". A veces, los verdugos asesinan no sólo a las víctimas, sino a su propia compasión. Entonces sí se hace casi imposible la tarea de la reconciliación.

Reyes Mate es profesor de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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