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Reportaje:PLAZA MENOR - FUENCARRAL

Historias de la frontera norte

Desaparecieron sus viñas, sus huertas y sus campos de cereales, sus rebaños y sus industrias al tiempo que crecían en sus alrededores, tan cerca y tan lejos de la ciudad prohibida, campamentos y asentamientos más o menos legales, más o menos efímeros, poblados marginales reconvertidos por la nomenclatura políticamente correctora de la era franquista en unidades vecinales de absorción, indigestas UVAS de la ira, frutos en agraz que echaron sus raíces en este territorio fronterizo y codiciado, promisoria tierra de nadie en cuyos confines, privilegiados por su proximidad a las acotadas selvas de El Pardo, medraron también lujosas urbanizaciones crecidas en primera línea de la hipotética carretera de la Playa (hoy, avenida del Cardenal Herrera Oria), populosos barrios de advocación mariana como El Pilar o Virgen de Begoña, y presuntas colonias gremiales como la autodenominada Ciudad de los Periodistas. No muy lejos de estos asentamientos legales, homologados y subvencionados, junto a las vallas y las alambradas que delimitan el perímetro de los bloques de ley, en los más inhóspitos y desolados solares del contorno de Fuencarral acamparon ayer (en la más amplia acepción del término, del ayer histórico al ayer mismo) gentes llegadas de otros lugares cada vez más distantes, nómadas forzosos, inmigrantes. Pero la villa de Fuencarral, anexionada a la capital el 13 de diciembre de 1950, no ha renunciado todavía a su esencia de pueblo.

En el bar Hernando, frente al antiguo Ayuntamiento que tras la anexión de 1950 se quedó en junta de distrito, juegan los parroquianos al dominó sin perder el compás ajenos al insistente y sordo rumor del tráfico que discurre por su calle mayor, dedicada a Nuestra Señora de Valverde, cuya iglesia dieciochesca ha quedado aislada a las afueras de la villa, seccionada por la autopista.

La arteria principal de Fuencarral es una estrecha y congestionada cinta de asfalto que parte por la mitad el pueblo y pone en peligro la paz y la tranquilidad de sus habitantes que siguen transitándola pese a la estrechez de sus aceras, que en algunos tramos casi desaparecen. En ésta que tendría que ser avenida, aún se ven las fachadas de algunas fábricas de jabón y aceite que en otro tiempo fueron orgullo y símbolo de la industriosidad de una villa que renunciaba a su vocación rural para industrializarse y repoblarse con los albores de este siglo.

De Fuencarral llegaban a Madrid el pan o las hortalizas, el vino moscatel y las uvas "garnacha y albillo" que pregonaban las vendedoras en las calles del centro. En La Fama de Madrid recoge Bonifacio Gil García algunos de estos pregones y reproduce el vivo y desenfadado hablar de una fuencarralera que trata al mismo tiempo de vender su efímera mercancía y de quitarse a los moscones de encima: "Aparte, señor Fanzorria,/ o le deshago la jeta,/ pues, aunque tosca paleta,/ son muy duras de pelar./ ¡Coliflores pirroquianas!/ ¡Rica leche, jui, señores!/ ¡Arre, don Jenaro, arre!/ Vámonos a Fuencarral./ Porque le dé mi cariño,/ me ofrece usía dinero,/ pero Colás, el herrero,/ me ofrece cura y altar./ Berenjenas, ¡qué repollo!,/ y tomates, jui qué embrollo./ ¡Arre, don Basilio, arre! Vámonos a Fuencarral".

Situada en un importante cruce viario al norte de Madrid, limitado su crecimiento al Este por las vías del Ferrocarril, las buenas comunicaciones marcaron para bien y para mal el destino de esta aldea cuyos orígenes se remontan al medievo y su historia se documenta desde FelipeII, datando sus primeras industrias de los tiempos del imprescindible Carlos III.

Perdidas entre las angostas, baqueteadas y zigzagueantes callejas del casco antiguo resisten las casas de una o dos plantas, alineadas a la buena de Dios, levantadas muchas veces con sus propias manos por los inquilinos, divididas o ampliadas según iba creciendo la familia o iban llegando nuevos parientes del pueblo. A las afueras, cerca de la humildísima y aislada ermita de San Roque, algunas de estas casas populares tienen los muros pintados de alegres colores que contrastan con los nuevos bloques de ladrillo.

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El progreso industrial e inmobiliario se llevó por delante varias ermitas, pero preservó la de San Roque, que apenas es una casamata en un inhóspito descampado, rodeada hoy por una corraliza construida con materiales de desecho de los que abundan en estos andurriales desérticos. A través de una mirilla de la puerta metálica se puede ver la imagen del santo peregrino descansando en su hornacina en la fresca penumbra.

Desde estos mustios desmontes, entre cardos, matojos y variados detritus, se otea el espinazo de Madrid erizado de torres y murallas. Son lugares de acampada que celosos funcionarios quieren ver rodeados de alambradas para que los más diversos peregrinos de la inmigración no puedan introducirse en la ciudad y dedicarse a actividades tan nocivas y peligrosas como vender La Farola o pañuelos de papel.

Pero el núcleo de Fuencarral, formado por los inmigrantes más asentados y sus descendientes, resiste, sus tabernas, sus pequeños comercios, sus oficios y sus talleres sobreviven rodeados de grandes superficies y de barrios residenciales. La iglesia barroca de San Miguel, reconstruida sin mucho arte después de la guerra civil, destaca su airosa torre casi asfixiada por nuevas y menos nuevas edificaciones. En ella se guarda la imagen del Cristo de la Veracruz, tan venerado casi como su patrona, la Virgen de Valverde. Una virgen y un cristo es todo cuanto necesita un pueblo para no dejar de serlo, aunque el templo de la patrona, marcado por la elegante impronta del madrileñísimo arquitecto Ventura Rodríguez, haya quedado aislado entre ríos de asfalto, junto a la carretera de Colmenar.

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