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Bill Gates y yo

MARTA SANTOS Nunca he entendido nada de informática, excepto que, cuando aprieto el botón, el ordenador se enciende y yo escribo. Sin embargo, debería entender aunque sólo fuese por contacto con las fuentes. Es que yo con Bill Gates tengo una relación muy estrecha, de esas tan estrechas que a una le hacen pensar que terminará en boda, que es el mejor modo de culminar toda relación de odio sostenido. Mi relación con Bill Gates comenzó el lejano día en que necesité enviar un correo electrónico. No tengo Internet, de modo que los correos electrónicos los mando desde un establecimiento cuya puerta de entrada parece un pic-nic, a juzgar por la cantidad de australianos, asiáticos y holandeses que se sientan en el suelo durante horas, mientras esperan a que les toque el turno de enviar lo que tienen que enviar, que no sé que será, pero debe ser muy importante. Creo que se trata de asuntos de Estado o espionaje industrial, a juzgar por su actitud de severa concentración mientras rellenan cuadernos y más cuadernos sin desmayo. Un día logré mi turno en la cola y me senté ante un ordenador. Tenía que enviar un texto de ésos que tienes que enviar y, además, tienen que llegar, lo que ya me parece demencial: no sólo mandar la carta, sino tener que estar pendiente de si el cartero se queda roncando bajo una farola. Envié el mensaje una vez. Y otra. Y otra más. Pero nada. El mensaje no llegaba. Fue entonces cuando se me aparecio Bill Gates. Era él, no había duda. Acercó sus pecas a mis oídos y susurró: - "La culpa es del servidor". Llamé por teléfono al destinatario y le dije: "Nada, que Bill Gates me dice que la culpa es del servidor", a lo que me respondieron: "Aquí el servicio es muy decente". Normal, a ver qué van a decir de su propio servicio; no se van a poner a contarte que les roba la plata. Continué enviando el correo una y otra vez, y el correo no llegaba, y los australianos protestaban y los asiáticos decían cosas en su lengua ininteligible, y los holandeses comían queso compulsivamente. El ordenador repetía "ha llegado, ha llegado" cuando no había llegado nada, y yo comencé a sentir unos irreprimibles deseos de abrirme las venas y sacármelas y tirarlas por la taza del váter, porque para qué quiere una venas en una situación así. No lo hice porque mancha y porque se me apareció de nuevo Bill Gates. "La culpa es mía", dijo. Australianos, asiáticos y holandeses comenzaron a aplaudir al grito de "¡lo ha reconocido!", con el mismo sentimiento de haberle extraído una confesión de culpa a un torturador de guerra. El mensaje por fin entró y yo salí jaleada por la concurrencia entre tablas de surf, arroz a las tres delicias y amapolas. Cuando llegué a casa, encendí el ordenador, pero su pantalla, que permanecía en negro, me devolvió unas frases en ingles que, traducidas al castellano que se habla en cualquier taberna, decían "se te ha jodido el disco duro". ¡Bill! ¡Bill! ¡BIIIIIIILL! El ectoplasma de Bill se puso a mi vera y me dijo "es un virus". No me importó la suciedad que pudiera causar y con un abrelatas me entresaqué una vena de la muñeca y lo puse todo perdido. La tienda donde tenía que llevar a arreglar el ordenador estaba, por supuesto, en Australia, con sucursales en Asia y Holanda, lo que a mí me quedaba un tanto lejos, pero aun así lo lleve. Me desfragmentaron el disco, que no se en que consistirá, pero la sola palabra duele, y borraron todo lo que yo había grabado con tanto ahínco. Cuando regresé a mi mesa de trabajo, me daba hasta miedo tocar las teclas por si me contagiaban el ébola, cosa que, por otro lado, podía hacerse realidad porque las teclas venían con los acentos borrados. Me atreví a escribir unas líneas e, inmediatamente, me puse a rastrear virus a diestra y siniestra, por el disco duro, el disquete, la pantalla, el suelo de parqué. Surgió una barra calibradora eterna y yo aproveché para seguir los consejos de meditación que venían en una revista en la que aconsejaban "vivir el momento". De modo que me quedé mirando fijamente la barra con actitud hipnótica mientras salmodiaba: - Soy yo y estoy aquí. Soy yo y estoy aquí. Bill Gates se materializó. - "Ya sé que estas ahí, mi vida. ¿Dónde vas a estar, si no? Donde debe estar una buena esposa: atada al cable del ordenador". Nos fundimos en un apretado dígito y sellamos nuestra unión.

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