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La espiral del cinismo

La fortuna electoral de un Gobierno no depende tanto de los resultados económicos de su gestión como de la impresión general que deja en los votantes su ejecutoria política. El comportamiento de éstos, según señala últimamente la sociología electoral, obedece a motivaciones políticas más que a pautas de racionalidad económica. Deduzco entonces que el anterior Gobierno, pese a tener una orientación económica acertada y unas políticas sociales exitosas, fue apeado porque no supo responder a los "descubiertos democráticos" que se originaron durante su mandato. ¿Cuál ha sido, en ese sentido, la contribución del actual Gobierno, precisamente aupado al poder para mejorar la calidad de nuestra convivencia democrática, para impedir el uso de los recursos públicos como patrimonio particular y para recuperar el crédito de la actividad política? Veámoslo analizando tres asuntos concretos y bien distintos: la tregua de ETA, por su impacto; las privatizaciones, por lo que tienen de síntoma, y, recientemente, el congreso del PP.1. La gestión de la tregua. Durante mucho tiempo, ninguna información ha producido más alivio en la sociedad que la noticia de que ETA dejaba de matar. Para un Gobierno, las expectativas levantadas por ese anuncio constituyen su mayor reto, y también su mejor oportunidad en el supuesto de que conduzca el proceso hacia su verdadera estación-término: el asentamiento de la normalidad democrática en el País Vasco. Acostumbrado a obtener réditos de los errores ajenos y, por tanto, a un refuerzo de legitimación parasitaria, la inercia del Gobierno es esperar a que la paloma de la paz le caiga sin más en su regazo. Pero la realidad es muy otra, y, como en tantas historias políticas, intenciones y procesos caminan en dirección opuesta. Todo el mundo suspira por la paz, pero las iniciativas y la agenda se ajustan a las estrategias de intimidación que dominan hoy el escenario de la política vasca. Una de las más envolventes es la extorsión del lenguaje, algo que tanto el Gobierno como buena parte de la opinión pública digiere sin demasiados problemas. De ese modo, nos acostumbramos a que los continuos ataques fascistoides a las propiedades o a la seguridad física de los oponentes políticos sean "chiquilladas" y a que una propuesta de secesión en toda regla se denomine "ámbito vasco de decisión". En esa escalada, las palabras terminan perdiendo su sentido; los argumentos, su consistencia, y los relatos, la apariencia de verosimilitud. A la postre, los asuntos se vuelven intratables desde un punto de vista racional, el "todo vale" insensibiliza la capacidad de la mayoría de indignarse moralmente contra la injusticia y lo principal se convierte en secundario.

A estas alturas de la historia, la liberación nacional del pueblo vasco o la defensa de la unidad de la patria española serán aspiraciones respetables o martingalas, pero, en todo caso, algo accidental.

Lo verdaderamente sustancial es la degradación de la convivencia cívica en una parte del territorio del Estado, las trampas a las reglas del juego o el ventajismo político de la posición dominante del nacionalismo que amenaza con transformarse en un programa de uniformización intimidatoria y una afrenta al pluralismo y a la igualdad de oportunidades. En resumidas cuentas, es preocupante que se pierda la batalla cultural por la democracia; son alarmantes esos atajos que llevan a la institucionalización en el País Vasco de una ciudadanía de primera y otra de segunda, según se adscriban o no al credo nacionalista. A la legitimación de este estado de cosas contribuyen la indiferencia de los más, la inhibición de influyentes entidades sociales y, desde luego, un Gobierno sin carácter. Así las cosas, cabe pedir a este último cierta audacia en la aplicación de los muchos recursos a su alcance, sea presionando a sus aliados nacionalistas o ejerciendo su capacidad de coacción legal, sea acabando de una vez con el tira y afloja de los presos, sea promoviendo un referéndum consultivo en los territorios especialmente afectados, sugerido ya en estas mismas páginas por Francisco Laporta, con lo que por fin conoceríamos el apoyo popular a la proclama secesionista y la representatividad de quienes se pasan la vida amagando con ella. Mientras en el País Vasco grupos de ciudadanos sufren las experiencias de la exclusión y menudean las prácticas incompatibles con una democracia constitucional, cabe esperar, muy particularmente del presidente del Gobierno, algo más que la impostura de quien simplemente subido a la "ola de la paz" confía con el tiempo arribar a un buen puerto.

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2. Las privatizaciones. Pretextando idénticas razones de eficiencia, el Gobierno insiste en que su política de privatizaciones continúa la del Gobierno anterior. La oposición, por su parte, contesta que ahora se privatiza más. Sin embargo, lo que marca la diferencia con la etapa anterior no es ni el número y ni siquiera lo aparatoso de algunas de esas privatizaciones sino otras cosas. En primer lugar, los escándalos de quienes durante el mandato socialista demostraron tanta pasión por lo público que lo consideraron suyo han proporcionado la gran coartada para reavivar el dogma originario de la privatización: lo público es fuente de despilfarro y corrupción; lo privado, modelo de ahorro y de gestión. De ahí que el coste moral, político y económico de esas transferencias se haya rebajado en algunos casos a precio de saldo. En segundo lugar, el estilo de estas operaciones, como corresponde a su nueva inspiración centrista, representa un monumento a la ambigüedad, a la falta de compromiso y a la presencia de elementos contradictorios, cuyo impacto en la opinión pública se pretende amortiguar recurriendo al arbitrio de la sondeocracia. En tercer lugar, el verdadero alcance de la política de privatizaciones no asoma en las razones que alega el Gobierno (disminuir el déficit, mejorar la gestión, ofrecer servicios de calidad), sino en sus objetivos latentes, de los cuales la polémica sobre las fundaciones sanitarias o la atención sanitaria a inmigrantes son sólo un síntoma. Tras la estrategia de transferencias de recursos, gestión o responsabilidades de la esfera de lo público a lo privado asoma una progresiva renuncia del Gobierno a definir prioridades públicas y a promocionar políticas positivas que garanticen la satisfacción de necesidades básicas de los ciudadanos. Si, como ya está ocurriendo, la falacia de la contraposición entre equidad y eficiencia lleva a este Gobierno a presentarse como un agente neutral en cuestiones de justicia distributiva, al final la posibilidad de que los ciudadanos dispongan de bienes primarios para dar satisfacción a sus necesidades fundamentales dependerá de su capacidad particular de pagarlos.

Por último, las consecuencias de la actual política de privatizaciones no han mejorado ni la transparencia ni la imparcialidad. Esta vez, diría un malintencionado, los amigos, más que llevarse las comisiones de la venta, simplemente se han quedado con el negocio. Bromas aparte, estos procesos de privatización legalizan la exclusión del control público de ámbitos de actividad estratégica

que a partir de ahora quedan exentos de tener que rendir cuentas ante las instituciones del Estado. Si a ello añadimos la irrefrenable inclinación de las empresas privatizadas a invertir en negocios mediáticos, el peligro de la manipulación amenaza con cerrar el círculo de la invulnerabilidad, tanto de los beneficiarios como de los promotores de esta intensiva operación gubernamental de transferencias.3. El congreso del PP. Siempre los congresos de un partido en el Gobierno constituyen un ejercicio de propaganda ruidosa que, por lo mismo, nadie se toma demasiado en serio. Pero sirven a los de fuera para hacerse una idea del tono de un partido y sobre todo de su régimen de poder interno. En ambas direcciones ha sido particularmente expresivo el congreso del PP. Si los contenidos de las ponencias calcaban la ambigüedad de sus políticas en el Gobierno, los eslóganes del congreso se obstinaban en un único mensaje: la inconveniencia de una identidad y unas convicciones que impulsen las cosas hacia algún lado. Así, de modo tan simple como insistente y pertrechados de un prontuario de lugares comunes y aspiraciones genéricas, los delegados pudieron solemnizar el viaje al centro como viaje a ninguna parte. Sin embargo, lo que verdaderamente llama la atención de este congreso es el empecinamiento del PP en emular al PSOE por su peor lado nada más arrebatarle la posición de partido de referencia. Pero ¿no llegaron al poder atribuyendo la corrupción y la desvitalización de la vida política a un régimen de poder personalista y a la preeminencia de un partido de estructura oligárquica y clientelar? Sólo el alarde de gestos de mando con los que Aznar suplió en esos días la penuria de carisma bastó para convertir el congreso en una exhibición de lo que hasta ayer ellos mismos denunciaban. En resumidas cuentas, una suerte de colusión parece haberse impuesto entre los partidos para reducir las oportunidades de la competición democrática y cegar los canales de la responsabilidad política y el control democrático. Eso explica por qué la actividad política se convierte en un mercado endógeno y discrecional, excluye cualquier criterio de mérito, recibe una información distorsionada, es proclive al ejercicio de la manipulación y, a la postre, sensible a cualquier forma de corrupción.

Anda en estos días el Gobierno saboreando unos favorables pronósticos electorales, sin que sepamos a ciencia cierta qué lluvia fina los ha hecho florecer. Claro que, atendiendo a asuntos tan sensibles como los aquí analizados, no cabe atribuir perspectivas tan optimistas al rendimiento democrático de su gestión. Tendrán que ver entonces con el grado de invulnerabilidad conseguido por el Gobierno gracias a sus apoyos políticos, económicos y mediáticos y gracias a una oposición no competitiva, neutralizada aún por sus propias servidumbres y por el manejo oportunista que del pasado siguen haciendo los otros. A fin de cuentas, también se trata de recursos políticos ventajosamente explotados, pero de una política que a fuerza de perder sustancia se va volviendo irrelevante, subalterna y prisionera de las malas razones.

Ramón Vargas-Machuca Ortega es profesor de Filosofía Política.

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