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Infancias

No todo envejece. El tiempo vuelve, acaso porque no sabe que existe, y en lo espontáneo hay instalada una aceptable capacidad de renovación. Por eso, el tiempo de lo espontáneo es infantil. Por el mismo motivo acaso tenga sentido recordar que pocas fisuras se aprecian en el hecho de considerar a la infancia como un tiempo mejor. Siempre y cuando lo fuera.

Porque sin duda los catorce millones de niños que son hoy refugiados políticos; los dos millones que son obligados a ejercer la prostitución; los trescientos mil que empuñan armas en guerras que se nos quieren olvidar. O los doscientos cincuenta millones de menores de edad que en buena parte trabajan en régimen de semiesclavitud. Ciertamente, todos esos niños tienen poco para alimentar su futura memoria sobre un pasado que será mejor olvidar.

De lo que se trata, por tanto, es de que no quieran, queramos, hacerlo también con el futuro. Porque cada acto contra la infancia lo es sobre todo contra el tiempo por legar.

La capacidad de avasallar a la fracción débil de nosotros mismos es una más de las que no parecen tener límite. Y cuando lo hacemos, sin duda, atentamos contra nuestra mejor condición y momento que se caracterizan por su caudal enorme, por ser como un río inverso, con más agua al nacer que al desembocar. Tiempo fundacional en el que, por el hecho de no estar esculpidos aún por la necesidad, conservamos la incertidumbre de todos los universos posibles.

Todo esto viene a cuento de que lo ecológico es también una ilusionada infancia. Por tanto, está preñado de ensoñación y deseo, lo que en absoluto le resta, sino todo lo contrario, credibilidad y sobre todo dignidad.

Es territorio de futuros de los que sí queremos acordarnos. Por eso está tan vinculado a la época de los inicios. Tiene altas dosis de ingenuidad, esa palabra convertida por los adultos, rencorosos por haberla perdido, en término peyorativo. Cuando en realidad es uno de los mejores elogios que podemos hacernos verbalmente. Porque, a menudo, olvidamos que ingenuo significa - nos lo recordó Fernando Savater en su La tarea del héroe- nacido para ser libre. Pero desde siempre la madurez (de las personas, de la historia, del sistema) se resuelve en las diversas formas de olvidar, anular, incluso destruir a los débiles, es decir, a lo que todos fuimos una vez.

Si ahora peleamos, desde tantas plataformas, por la defensa de la infancia sin duda es porque somos capaces de vislumbrar que merecemos recordarnos como manantial. Y que éste, como los de verdad, debe manar fresco y limpio para fundar porvenires lo más parecidos posibles a él mismo. Porque todo venero resulta el instante más creativo.

La más desafiante propuesta del pensamiento ecológico es la de extender nuestra responsabilidad, éticamente, hasta lo por llegar. Es ampliar los horizontes temporales de nuestra actuación hasta los que no existen todavía. Es la moral de la herencia.

Para muchos tal planteamiento aborda un claro y bello imposible, desde el momento en que nadie del futuro puede ilustrarnos sobre como lo desea. Aún así sabemos que, de poder elegir, desearíamos ser aún niños.

Y toda ética pasa por la defensa de los deseos, los que crecen hacia adentro sin excepción, y la regulación de los que, al ir dirigidos hacia fuera, deben suponer algún tipo de aceptación de unos límites.

La herencia será aún, durante mucho tiempo, dictatorial, pero también podemos intentar que sea solidaria. Para no abortar lo que en realidad también deseamos los que tenemos menos tiempo por delante, al menos cabe aumentar el número de posibilidades de que lleguen hasta nuestros sucesores las mayores dosis posibles de futuro, es decir de infancia.

Y una de las formas más claras de hacerlo es sacando a la nuestra, la humana, de tantas tiranías. Sin olvidar que la Naturaleza es la infancia común de toda la Humanidad.

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