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Los dos césares

Cada vez que se sienta a una mesa, el presidente electo de Venezuela, Hugo Chávez Frías, pide que nadie ocupe la silla que está a su derecha. "Ésa es la silla del libertador Simón Bolívar", suele explicar, "y sólo él tiene derecho a estar allí". Creí que esa anécdota era una de las tantas fábulas que la imaginación popular atribuye a los hombres del poder, hasta que me la confirmó un embajador latinoamericano que compartió con Chávez una cena en el Extremo Oriente, hace poco más de un año. "Tal vez no haga siempre el show de la silla", me dijo el embajador, "pero esa vez lo hizo con tanta convicción que todos esperábamos ver llegar a Bolívar de un momento a otro, arrastrando su purgatorio de ciento setenta años".Chávez es el último demócrata autoritario que este continente de gobernantes demenciales ha deparado al siglo XX. Su historia es tan parecida a la de Juan Perón que más de una vez el propio Chávez se ocupó de subrayarlo en los discursos de campaña. Ambos eran oficiales de segunda fila cuando acaudillaron sendos golpes militares: el del coronel Perón fue en junio de 1943; el del teniente coronel Chávez contra Carlos Andrés Pérez sucedió el 4 de febrero de 1992.

Ambos, también, lanzaron sus candidaturas remando contra las corrientes de los partidos políticos tradicionales, a los que declararon caducos y corruptos. Durante sus campañas, los dos se aligeraron de ropa: en diciembre de 1945, durante la primera concentración electoral ante el obelisco de Buenos Aires, Perón se quitó el saco y enarboló una camisa junto a une bandera argentina; el 6 de diciembre de 1998, cuando se supo que había ganado las elecciones, Chávez también se quitó el saco y arrojó la corbata a una multitud en éxtasis. Su joven esposa, teñida de rubio, émula de Evita, se desprendió de unos anillos y los ofrendó a una mendiga que se había acercado a besarla.

Las diferencias, sin embargo, son tan notables como las semejanzas: Perón se identificó con los dictadores latinoamericanos sólo después de la muerte de Evita, y a su asunción como presidente, en 1946, asistieron muy pocos representantes extranjeros. Chávez, en cambio, ha invitado a su toma de posesión, hoy, al decano de los dictadores universales, Fidel Castro, y al último de los dictadores venezolanos, Marcos Pérez Jiménez, a quien todos imaginaban muerto desde hacía décadas.

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Al exhumar a este último fantasma, Chávez trata de reivindicar al hombre satanizado por los dos grandes partidos políticos venezolanos, a los cuales el presidente electo atribuye todas las desgracias nacionales. Pérez Jiménez huyó de Caracas hacia Santo Domingo la madrugada del 23 de enero de 1958: lo hizo con tanto apuro que debieron izarlo hasta el avión con poleas de albañilería porque sus ayudantes se olvidaron de llevar una escalerilla. En la pista del aeropuerto quedó olvidado un maletín con 13 millones de dólares en efectivo, que era el dinero reservado para sus gastos de familia. Cuatro días más tarde lo siguió Perón, a quien los diarios venezolanos adjudicaban -erróneamente- los secuestros y torturas de los opositores al régimen caído. Los dos prófugos llevaban el mismo rumbo y, años más tarde, se exiliaron en la misma ciudad, Madrid, aunque jamás volvieron a verse. Pérez Jiménez lleva ya tantas décadas recluido en un palacio llamado -sin ironías- La Moraleja, que nadie se acordaba de él. Las fotografías de ocasión que acaban de tomarle descubren a una momia jovial. A fin de cuentas, tiene apenas 85 años.

Tanto Perón como Chávez llegaron al poder con el apoyo de sectores nacionalistas extremos, prometiendo "una revolución para los pobres". Pero mientras esa ilusión era posible en la Argentina de 1946, cuando la prosperidad parecía inagotable, la Venezuela de Chávez está al borde de la bancarrota: su mayor fuente de divisas, el petróleo, está vendiéndose desde hace meses a precio de remate. Medio siglo atrás, Perón se benefició del equilibrio de poderes entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, en el apogeo de la guerra fría. Chávez, en cambio, llega en el momento más arrogante de la globalización, con las manos atadas para negociar con sus acreedores norteamericanos.

Perón tardó más de dos años en organizar un régimen que silenció a la prensa, eliminó todo disenso en los gremios e identificó su Gobierno con la nación. La Constitución que le permitiría ser reelegido tardó tres años en ser sancionada. Chávez va muchísimo más rápido, alentado por las esperanzas ciegas de un país al que hace veinticinco años le sobraba el dinero y en el que ahora tres cuartos de la población vive en la peor de las miserias. Al amparo de una popularidad fulminante, anunció que reformará la Constitución, con la voluntad del Congreso o contra ella. Si le cierran el paso, llamará a un referéndum. Sus modales desconciertan todos los días a los viejos políticos: para Chávez la presidencia no es un mandato, sino un designio de Dios o, como él prefiere repetir, "la voz del pueblo".

Perón era un orador elocuente que había conquistado cierto prestigio intelectual en la Escuela Superior de Guerra y en su destino europeo, antes de la Segunda Guerra. Chávez aprovechó los dos años en prisión que debió pagar por su golpe de Estado afinando la memoria y leyendo a raudales. Sus discursos abundan en citas de Rousseau, de Whitman, de Mirabeau, de Nietzsche y, por supuesto, de su modelo Simón Bolívar. Como muchos políticos latinoamericanos, usa las citas fuera de contexto, para echar leña al fuego de sus propias ideas, pero el sonido de los grandes nombres desconocidos -que Chávez pronuncia sin equivocarse, con una dicción cuidadosa-, permite que las ideas parezcan más respetables.

Al final del segundo mandato de Perón, los tres pilares de la doctrina peronista (justicia social, independencia económica, soberanía política) eran letras casi muertas: para salvar una economía en caída libre, su Gobierno había cedido a la Standard Oil de California cincuenta mil hectáreas de la Patagonia en las que podía construir aeropuertos y embarcaderos sin obedecer las leyes argentinas; los reclamos obreros tenían ya límites estrictos y la mayoría de la población estaba condenada a comer un pan gris, de ceniza. Es casi seguro que Hugo Chávez, forzado por los códigos de injusticia del neoliberalismo y por la situación de desventaja de su país periférico, deba también abjurar -mucho antes que Perón- de todas sus promesas triunfales e imponer a Venezuela el destino de sacrificio, devaluación, desocupación y aumrnto del coste de vida que es ahora el estigma de todo el continente latinoamericano.

Se ha olvidado demasiado rápido que, diez años atrás, Carlos Andrés Pérez inició su Gobierno con ilusiones imposibles. La euforia de los venezolanos -menos ciega que la de ahora- derivó al poco tiempo en una marea de revueltas populares y en la destitución del presidente. A Chávez también lo amenazan las mismas desilusiones, pero su autoritarismo cuartelero quizá lo preserve del final infeliz que tuvo Pérez. Si eso ocurriera, a Venezuela podría aguardarla un futuro de represiones tan implacables como las que se vivió bajo Pérez Jiménez, el dictador cuyo regreso es un augurio terrible.

En estas vísperas del siglo XXI, el presidente de Venezuela parece un sobreviviente del siglo XIX. Eso es lo que hace tan peligrosos sus diálogos de ultratumba con Simón Bolívar. Puede

que las arengas y proyectos de Bolívar no hayan perdido nada de su vitalidad original, pero el país y el mundo a los que les hablaba en 1819 no son los mismos de ahora, aunque Chávez no lo crea.

Tomás Eloy Martínez es escritor y periodista argentino.

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