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Hechos aislados

Una vez más hay que hablar de violencia. Pero esta vez es necesario dar otra vuelta de tuerca. Ya no es suficiente con mencionar la muerte joven como resultado de la peregrinación consumista del fin de semana. Tampoco es bastante con señalar la violencia privada como la más informe, irracional y desproporcionada de cualquier otra agresividad. De la misma forma que la coexistencia confusa de afecto y violencia dentro de la familia no justifica el exceso de odio en las relaciones domésticas. Ahora hay que enfrentarse a la lógica perversa de los hechos aislados. El linchamiento de un trabajador en el barrio de Natzaret de Valencia es un hecho aislado. El asesinato de un joven durante la fiesta del fútbol es otro hecho aislado. Al igual que parecen ser hechos aislados todos y cada uno de los acuchillamientos que se producen en los alrededores de discotecas y lugares de diversión colectiva, o la violencia que se denuncia en los centros de enseñanza. Después vienen los esfuerzos intelectuales para clasificar convenientemente esta cantidad desproporcionada de hechos aislados; la droga ocupa un lugar privilegiado, seguida por la marginación, los conflictos raciales, la violencia en el deporte, los neonazis y algunos otros factores aparentemente explicativos. En realidad son tranquilizadores más que explicativos. Porque lo que no resulta nada confortable es pensar que está aumentando la violencia social generalizada. No me estoy refiriendo a la inseguridad ciudadana, tan utilizada y explotada por las gentes de orden y del temor como disciplina. Estoy insinuando la existencia de una agresividad difusa y diversificada por toda nuestra sociedad. Y a esa agresividad se añade, posteriormente, el factor de la droga, la marginación o el conflicto racial. Los hechos aislados de nuestra sociedad cumplen el mismo papel que los agentes extranjeros infiltrados de las dictaduras; en ambos casos se pretende encubrir un fenómeno de irritación colectiva, de violencia contenida por amplios sectores sociales. Son grupos sociales que están a la defensiva, que perciben una distancia exagerada entre sus expectativas sociales y la realidad que les rodea, que temen a un futuro incierto, que se sienten impotentes y débiles ante el otro y ante las instituciones más próximas. Perciben su violencia como legítima defensa, una distorsión producida por la profunda sensación de desamparo que vienen arrastrando. Casi nadie lleva cuchillos y navajas para atacar a alguien, creen firmemente que las llevan para defenderse. Defenderse de los camiones que matan, de las parejas que maltratan y desprecian, de los equipos que invaden tu terreno y tu orgullo, de la supuesta ocupación por otros pueblos, de los que tienen más que tú y todavía te quitan lo poco que tienes. Resulta difícil modificar estos sentimientos, una vez que están en marcha. Pero es urgente intentarlo, demostrar que no es necesario defenderse individualmente porque la sociedad todavía funciona. Que atiende nuestras necesidades, que aún podemos exigir justicia social y confianza en las normas. Que somos eficaces y competentes, que nos hacen caso. En definitiva, que todavía existe un contrato social.

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