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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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El manuscrito de la tierra

Juan Cruz

Al tiempo que el Nobel portugués José Saramago le contaba a los estudiantes suecos de Estocolmo el manuscrito de su pasado, en España recibía José Hierro el Premio Cervantes por una poesía que es también la huella lenta, profunda, lírica, a veces derrotada, siempre perpleja, de un hombre sobre la tierra. Los premios no hacen mejores a los poetas, pero indican que están ahí, y ahora más gente sabe del origen lejano de los surcos que habitan la frente de Saramago y conoce mucho más esas manos poderosas, rojizas, rápidas, de José Hierro: adónde van las manos, de dónde vienen. El día antes de recibir la distinción que le entregó el rey de Suecia, este comunista del Ribatejo se cortó un dedo, y andaba haciendo malabarismos con las manos para poderse poner la manta alentejana con la que combatió el frío de Estocolmo; finalmente, un viejo amigo suyo, con el que empezó hace 30 años a escribir artículos en La Crónica de Lisboa, acertó a ajustársela: "Sólo los portugueses sabemos ponerle este abrigo a los amigos", dijo el periodista mientras colocaba la pesada frazada gris oscura sobre los hombros del autor de Las maletas del viajero.José Hierro le decía a unos periodistas, el jueves en Barcelona, jugando incesantemente con las posibilidades que tienen las manos para dibujar el aire, que ya no fuma; se le quedaron los tics: jamás deja de mover las manos; en los aviones, en los cafés, en el metro, dibuja rostros, flores, manos ajenas, casas, surcos, y lo hace con vino, con coñá, con borras, con restos de tabaco, y en ese proceso imparable que le imprime a la vida de sus ojos hace vibrar sus manos ágiles como si tuvieran voz. Sus manos y sus palabras también son todo el cuerpo, pues es un hombre ágil que expresa sin caretas lo que siente y muestra haciéndolo la extraña sinceridad de los seres humanos que no han perdido el pie sobre la tierra. Es un campesino, y ejerce, se le ve en las manos: durante años cultivó una tierra rebelde en Los Cohonares de Titulcia, cerca de Chinchón, y en medio de aquellos barrancos huidizos se oía su voz llamando a los amigos para que comieran cordero con las manos y para que probaran las primeras cosechas de vino.

Saramago escribe todos los días sus cuadernos mirando un paisaje de mar y de paciencia, ese paisaje difícil pero venturoso fue durante siglos el de una tierra rebelde sobre la que campesinos como sus propios antepasados descubrieron el lenguaje difícil de la tierra; Hierro ha ahondado en Castilla, la ha andado a grandes zancadas, y en sus versos del principio y del final late el mismo aliento existencialista que convierte a estos dos protagonistas circunstanciales de la actualidad de la literatura en testigos e intérpretes de sufrimientos que caminan juntos. A su regreso de Nueva York, Hierro se hizo un libro lleno de preguntas; viéndole hablar de sí mismo, desdeñoso y divertido, se diría que publica libros porque se los arrancan de las manos, que él en realidad los hace para oírlos; si se le ve caminar, se diría que se los recita a sí mismo al ritmo descuidado de su paseo hasta el bar, donde redacta al fin lo que le sugiere la música; durante años llevó en la radio un programa de versos ajenos; podía conformarse con ellos, pero escribe, acaso para levantarle el velo a la nada, el destino en el que acaba todo lo que en definitiva también es nada. Rocío y mierda: el alimento, según él, de los poetas. En Estocolmo, Saramago habló de sus años de silencio, y del silencio final que aguarda a todas las cosas. Viéndoles a los dos en las páginas brillantes de los diarios se pueden advertir dos rostros hechos de tierra, nacidos de la tierra y espejos de un sol cuya sombra también conocen

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