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Museos

DE PASADAGranada, ciudad de culturas milenarias, va a contar gracias a la inventiva pública con dos nuevos museos: uno de verduras, pescados y fiambres; el otro funerario. Entre los dos condensan una especie de elegía a la naturaleza muerta que parece inspirada por el espíritu de Ángel Ganivet. Si no hubiera calado en el inconsciente electoral de los políticos la extraña idea de que el reconstruido mercado central de minoristas, a causa de las planchas de cobre que decoran el exterior, es en realidad "el pequeño Guggenheim", no habría convocado su inauguración tan variada representación, desde el consejero de Trabajo e Industria, Guillermo Gutiérrez, hasta el alcalde de la ciudad, Gabriel Díaz Berbel. De las edificaciones largas y fatigosas se suele decir que duran más que El Escorial. La del mercado de San Agustín ha durado catorce años, sin duda demasiado para una simple estructura de puestos alineados uno enfrente de otro. Quizá para justificar el retraso alguien ideó añadir a la estructura los metales cobrizos y revestir al edificio de un vago aire de familia con el museo bilbaíno. Así nació el minúsculo Guggenheim, con sus panoplias de arenques secos, las atrevidas pirámides de castañas pilongas, las instalaciones de cajas de naranjas y manojos de morcillas, los auténticos tapices de quisquillas de Motril, los luminosos tonos argentinos de los lomos de las lubinas o los mates de las ristras de ñoras. Como complemento a este museo de naturalezas muertas, el concejal delegado de asuntos fúnebres, Joaquín Abras, ha concebido la idea de convertir la lúgubre capilla neogótica del cementerio en museo de artes fúnebres. Cree el concejal que al cementerio no hay que ir sólo para morir o acompañar a los muertos, sino también a meditar. No le falta razón. De hecho hay una filosofía que llaman de enterrador y que consiste en meditar, con la cadencia obsesiva de un balanceo, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Sin embargo, faltaba un lugar apropiado para acoger a estos pensadores melancólicos que, a estas alturas, en plena confección de las listas electorales, casi todos son políticos. ¡Quién sabe! ¡Quizá alguno, como el atribulado protagonista de El estudiante de Salamanca llegue a contemplar su propio entierro!

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