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Reportaje:

Luz sobre un tesoro olvidado

La Capilla del Obispo permanece oculta tras una hoja de chapa que sella su puerta

Parece un sueño. Pero es real. Madrid alberga en sus entrañas una joya desconocida. Se encuentra entre las plazas de la Paja y la de los Carros, junto a la Puerta de Moros. Y ello pese al olvido absoluto en el que ha permanecido durante tres décadas.La actitud del arzobispado, a quien la joya pertenece, parece ser la causa principal de que Madrid no haya podido contemplar, en todo este tiempo, el prodigio de alabastro y madera polícroma que atesora en su interior la capilla del obispo Gutierre de Vargas y Carvajal.

Florón del gótico tardío madrileño, emblema del plateresco y también del manierismo barroco, es éste un espacio interior del templo de San Andrés, del siglo XV. Fue construido algo después por orden del vástago de un consejero imperial de Carlos I descendiente de Iván de Vargas. Ha sobrevivido 400 años en una de las siete acrópolis que coronan Madrid.

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Escondida hoy tras una hoja de chapa incrustada en su fachada renacentista de piedra de Guadarrama surge la primera de las dos puertas con las que cuenta la capilla, en madera de nogal tallada. Se atribuyen a Francisco de Villalpando y a Cristóbal de Robles. Datan de 1545. Pesan dos toneladas. La primera puerta, oscura y con relieves, se halla casi totalmente carcomida por su base. Las termitas se han cebado con el nogal sobre el que el ebanista labró sus relieves: combates bíblicos, junglas de escudos y lanzas, apóstoles de rasgos conservados en toda su energía pese a la intemperie, tan largamente sufrida. Los mamelones que tachuelaban esta primera puerta se ven hoy oxidados, rotos o desprendidos.

Un extremista pintó con tiza una esvástica sobre el cuartel más bajo. Algunas acanaladuras rajan la superficie a media altura. Alguien ha clavado encima de una de sus hojas de entrada tablas amarillentas de aglomerado. Su estado es deplorable.

Las figuras de la segunda puerta, que está tapiada con ladrillos, han ganado el combate al olvido.

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Franqueado el primer dintel,una montaña de pinturas, yesos, materiales de construcción y estatuillas esparcidas por el suelo de un pequeño claustro anuncia las obras que desde hace tiempo allí se despliegan.

Se trata sólo de adecentar sus accesos, tarea a la que el restaurador Javier Vellés y su equipo se aplican con rigor y esmero, mientras culminan la rehabilitación completa de la contigua parroquia de San Andrés. Pero la capilla del Obispo, a la que desde una destartalada sala se accede, apenas va a ser tocada.

Un arco de medio punto da entrada lateral al recinto sagrado, sin culto desde hace años. Enfrente, un enorme cenotafio conmemora la muerte del fundador de la capilla, hijo de Madrid y obispo de Plasencia. Tiene la fecha de 1556.

Está arrodillado y con las manos en posición de orar. De unos seis metros de lado por otros seis de altura, la hornacina penetra casi dos metros en la pared que lo alberga. Es de alabastro, material que, pese a ser blando, permite resaltar destellos y penumbras, perfiles llenos de fuerza y de finura. El conjunto marmóreo parece un buque de piedra en un mar de bruma silenciosa.

En el ábside, dos figuras más dirigen su oración y sus miradas hacia un retablo de madera de ciprés, estucada con arenas rojas, laminada de panes de oro puro y pintada al óleo con brillos que retienen la cromía que en 1556 el palentino Francisco Giralte, amigo de Alonso Berruguete, les otorgara.

El disparo, dentro de la capilla del Obispo, del primer flash encendido allí durante lustros hace refulgir las irisaciones de las áureas túnicas de los santos, la opacidad de la sangre de los mártires y las diademas de las vírgenes que pueblan el retablo.

Sólo abierta al público durante estos 32 años para representar algún auto sacramental, la capilla, una vez mejorados sus accesos, podría ser visitada. Aún atesora, espléndida, toda su belleza.

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