Tribuna:

Felipe II, sin contraluz

Libros, cursos, exposiciones, representaciones de teatro, conciertos, vienen acumulándose con motivo del IV Centenario de la muerte de Felipe II. Las revisiones de la figura del rey llegan hasta los periódicos. Parece que se vierten tintes blancos o rosados frente a la leyenda negra. Ésta es una historia antigua. Las derechas siempre se han inclinado ante el poder y el modo de ejercerlo de Felipe II. La izquierda, alguna izquierda o, sencillamente, el pensamiento liberal también han tendido a la exaltación del rey. Dos ejemplos provenientes de dos de los más grandes poetas del siglo. El acre L...

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Libros, cursos, exposiciones, representaciones de teatro, conciertos, vienen acumulándose con motivo del IV Centenario de la muerte de Felipe II. Las revisiones de la figura del rey llegan hasta los periódicos. Parece que se vierten tintes blancos o rosados frente a la leyenda negra. Ésta es una historia antigua. Las derechas siempre se han inclinado ante el poder y el modo de ejercerlo de Felipe II. La izquierda, alguna izquierda o, sencillamente, el pensamiento liberal también han tendido a la exaltación del rey. Dos ejemplos provenientes de dos de los más grandes poetas del siglo. El acre Luis Cernuda dedicó a su figura un poema histórico, que es más bien laudatorio, y en otro llamó a El Escorial "agua esculpida", "música helada en piedra", que canta "el himno de los hombres / que no supieron cosas útiles"; Lorca, por su parte, hablaba sin tapujos de la "españolísima actitud del gran rey injustamente tratado por la historia". Recientemente, otros escritores de celebrada pluma han segregado también elogios similares.Es una historia antigua, insisto. Pero ¿merece la pena, visto desde el pensamiento progresista, decir que FelipeII hizo de bueno esto o aquello, que le gustaba el arte, que era muy culto, mucho más culto de lo que se ha creído? Porque ¿quién era FelipeII? Sencillamente, un señor feudal, aunque no lo fuese stricto sensu; un monarca de derecho divino, dueño natural de muy vastos territorios. Fue rey absoluto hasta las últimas consecuencias y, como tal, sus supremos intereses fueron los de la casa de Habsburgo, a la que pertenecía, y los de la nobleza adicta a su persona. Lo demás lo dejaba indiferente, aunque como buen tridentino se sintiera responsable de la salvación del alma de todos y cada uno de sus súbditos. Ésta es la única historia real, al margen de que le gustara coleccionar cuadros, tuviera buen gusto en arquitectura, admirara la oratoria de fray Luis de Granada y la música de Antonio de Cabezón. No entendió la pintura de El Greco y estaba en su derecho. Ni siquiera es cosa de reprocharle que quemara a herejes -en su tiempo fueron a la hoguera unos siete mil, según Llorente-, que se dedicara a derramar sangre de españoles por los campos de Europa, que perdiera el dominio de los mares contra Inglaterra y que prohibiera todo asomo de pensamiento libre en España cerrando sus fronteras a cal y canto. Él sólo dependía de Dios.

Yo comprendo que los historiadores tienen que hacer su trabajo y, en su gran mayoría, son personas competentes y dignas de admiración, y su labor, si está bien hecha, es útil porque nos descubre muchas cosas. Pero creo que importa dejar bien claro, antes de cualquier otra consideración, que, bueno o malo, justo o injusto, benevolente o cruel, austero o dilapidador, Felipe II pertenece a una época nefasta de la historia donde la sangre primaba sobre cualquier consideración, la religión lo impregnaba todo y el pensamiento mágico se enseñoreaba del mundo, aunque aquí y allí algunas mentes -éstas sí preclaras- trataran de poner un poco de orden entre tanta canonizada irrisión, tanta santificada superstición, tanta entronizada corrupción: Cervantes, Descartes y Giordano Bruno, entre otros. (Bruno ardió -debieran saberlo los niños de la LOGSE, no sé si lo saben- en el Campo dei Fiori de Roma).

Ningún valor cabe buscar ni en Felipe II, ni en la reina Isabel de Inglaterra, ni en los mismos rebeldes condes flamencos a los que el rey de Castilla les cortó el cuello, como se recuerda todavía, escrito en bronce, en la Grande-Place de Bruselas, un bronce que arremete contra su intolerancia. Felipe, Isabel y los condes eran, todos, arena del mismo costal, cuña de la misma madera, ramas del mismo árbol alimentado con la sangre y el sudor de la inmensa mayoría de sus súbditos. Lo dicho puede parecer antiguo, marxista, radical y démodé, y eso es lo grave. Pero si no se ve con claridad esta tan evidente realidad, poco habremos avanzado, dijeran lo que dijeran no ya ilustres historiadores, sino insignes españoles como Cernuda y García Lorca.

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El español más ilustre del tiempo de Felipe II, y desde luego mucho más ilustre que él, Miguel de Cervantes Saavedra, odió al rey toda su vida, porque él sí quería ser moderno, esto es, racionalista, laico, tolerante y sabiamente escéptico, y el rey representaba la antigüedad medieval, el poder de la casta, la alianza con la Iglesia y el integrismo racial y religioso. Tanto lo odió que es lícito leer muchas páginas del Quijote como una crítica a fondo del reinado de Felipe II. La España del Quijote es la del llamado rey prudente, aunque el libro se publicara muerto ya el monarca. Cervantes zahirió al rey cuanto pudo, en clave en el Quijote, y más o menos abiertamente en otros lugares de su obra. Américo Castro supo darse cuenta de esta dimensión esencial del pensamiento cervantino y adujo textos inequívocos.

Puede molestar a algunos, pero Cervantes llamó ladrón a Felipe II en unas quintillas escritas a su muerte, entre las que espigo sólo algunos versos: "Quedar las arcas vacías / donde se encerraba el oro / que dicen que protegías, / nos muestra que tu tesoro / en el cielo lo escondías". Y el soneto al túmulo de Felipe II en Sevilla, interpretado durante mucho tiempo por la crítica tradicionalista como un testimonio de la grandeza del reino y el reinado filipino, es una soberbia demostración de ironía, casi de sarcasmo, ante la estrepitosa balumba del cenotafio hispalense. Los elogios al túmulo proceden de un soldado hinchado y petulante, pero el remate lo pone el valentón que escucha a aquél y le replica en el mismo tono dogmático y fanfarrón ("Es cierto / lo que dice, voacé, seor soldado, / y quien dijere lo contrario miente"), para a continuación disolverse, puro fantasma, en su propia inanidad ambulante ("fuese y no hubo nada").

En el Quijote, en fin, es nítida la burla de los símbolos reales, comenzando por el episodio de los leones del rey (II, 17) y terminando por la carta de Teresa Panza a su marido, en la que le informa de la llegada a su lugar de "un pintor de mala mano" a quien el Concejo mandó "pintar las armas de Su Majestad sobre las puertas del Ayuntamiento; pidió dos ducados, diéronselos adelantados; trabajó ocho días, al cabo de los cuales no pintó nada, y dijo que no acertaba a pintar tantas baratijas" (II, 52).

Yo suscribo la opinión de Cervantes, que se dio cuenta del gran tinglado, de la ceremonia de corrupción y abusos que ofició Felipe de Habsburgo, señor de las Españas y de medio mundo. Y supongo que nadie tildará de antiespañol al autor del Quijote, supongo.

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