Tribuna:

Divinos óleos

FÉLIX BAYÓN Nuestra lucha contra Europa en defensa del olivo parece que ya tiene consecuencias. La primera es que el euroescepticismo (ese mal que hasta hace poco era tan exclusivamente inglés como la enfermedad de las vacas locas) se ha instalado entre nosotros. El segundo efecto es, en cambio, positivo: el olivo y su más noble producto se han convertido en estandartes, en motivos de orgullo y en señas de identidad. El asunto está teniendo efectos insospechados. Me cuentan que ha subido el precio de los olivos destinados a uso ornamental. Naturalmente, los más valorados son los más viejos, e...

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FÉLIX BAYÓN Nuestra lucha contra Europa en defensa del olivo parece que ya tiene consecuencias. La primera es que el euroescepticismo (ese mal que hasta hace poco era tan exclusivamente inglés como la enfermedad de las vacas locas) se ha instalado entre nosotros. El segundo efecto es, en cambio, positivo: el olivo y su más noble producto se han convertido en estandartes, en motivos de orgullo y en señas de identidad. El asunto está teniendo efectos insospechados. Me cuentan que ha subido el precio de los olivos destinados a uso ornamental. Naturalmente, los más valorados son los más viejos, esos de tronco retorcido, completamente indestructibles, que sólo se usaban para hacer leña. Los jardines de mejor gusto (y de más adinerados propietarios) se están convirtiendo en asilos de esta planta, a la que tanto debemos y que tanta vergüenza nos daba. El uso del olivo como estandarte resulta además bastante sabroso. Lo sé por experiencia. Desde hace unos meses veo cómo amigos refinadísimos que antes aparecían con una botella de vino cuando venían a cenar a mi casa llegan ahora acarreando garrafas de plástico llenas de divinos óleos. Hasta hace pocos años, un presente así habría sido tomado por una grosería, un gesto propio de los años del racionamiento, un regalo sólo adecuado si el que lo hiciera fuera un estraperlista de la posguerra y quien lo aceptara su mantenida. El que ya seamos ricos y europeos nos ha librado de unos cuantos complejos. Ahora podemos regalar y recibir garrafas de aceite sin que nadie lo considere de mal gusto. Al contrario, saber de aceites y discutir sobre sus sabores es cosa de gente enterada y puesta al día. Afortunadamente, los conocedores manejan un lenguaje menos cursi y catan los óleos con mucha menos ceremonias que los entendidos en vinos. Sobre aceites se suele discutir con pasión, manejando descaradamente argumentos sectarios que a veces tienen más que ver con la cuna que con el paladar. Es decir: a la hora de elegir entre uno de Villanueva del Trabuco y otro de Estepa lo decisivo es la patria chica, lo que viene a ser lo mismo que defender los sabores de la infancia. (Ya advirtió Rilke que, aunque efímeramente, también vivió entre olivos que la patria era la infancia). Aquellos aceites tan poco refinados y tan olorosos, que, cuando éramos niños, se vendían a granel y salían de unas prodigiosas máquinas de émbolo son ahora los más cotizados. De nuevo la palabra virgen tiene connotaciones positivas. Aunque, eso sí, felizmente, sólo cuando se refiere a los jugos del olivo. Durante siglos, hemos vivido acogotados por las crónicas de los viajeros foráneos, tan críticas con nuestras costumbres alimenticias, y hemos tenido que esconder con complejo el gusto por el aceite. Afortunadamente, primero llegaron los especialistas en nutrición a decirnos que lo nuestro no sólo no era pecado, sino que resultaba saludable. Luego nuestra rebelión contra la OCM europea ha hecho el resto: nos ha despertado el orgullo, tanto tiempo dormido. Está bien que hayamos convertido el olivo en estandarte. Siempre será más sano luchar por un árbol que por una bandera. Las banderas han matado a mucha gente. Los árboles, en cambio, siempre son inocentes.

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