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Vida y velocidad

IMANOL ZUBERO En apenas veinte días, con el fin de participar en diversos cursos de verano, he conducido mi maltrecha furgoneta a lo largo de casi cuatro mil kilómetros por carreteras repletas de vehículos lanzados a toda velocidad hacia los lugares de vacaciones. La experiencia de la velocidad es la experiencia más propia de la modernidad, el hecho cen-tral de la vida moderna. Velocidad que cambia nuestra visión del mundo, ya que no sólo permite llegar más rápido al punto de destino, sino que condiciona qué ver y concebir. Velocidad que transforma tanto el espacio como nuestra relación con él, reducido a un medio para el fin del movimiento puro. Ahora clasificamos los espacios urbanos en función de lo fácil que sea atravesarlos o salir de ellos. A medida que el espacio se convierte en una mera función del movimiento, se hace menos estimulante: el conductor sólo puede conducir con seguridad con un mínimo de distracciones personales. Conducir rápido exige señales convencionales y vías carentes de vida aparte de otros conductores. El conductor desea atravesar el espacio, no que éste atraiga su atención. Las vías rápidas se convierten en amenaza de muerte, como nos recuerdan las decenas de animales muertos que quedan tirados en los arcenes. En este viaje no están previstos más éxtasis o paradas que los imprescindibles para llegar al final del viaje. Surgen así lugares paradójicos, que no están al servicio de la interacción social. Lugares no para estar, sino para pasar; lugares no para encontrarse, sino para escaparse; agrupaciones masivas por las que transitar anónimamente en las que están vetados el contacto físico, la mirada directa, la escucha a la narración de la vida ajena: grandes superficies comerciales, autopistas con sus áreas de servicio, estadios, concentraciones turísticas. No son espacios creados por y para una comunidad o una colectividad, sino itinerarios individuales, trazados por el consumo, que son propiedad del individuo y no de la sociedad; itinerarios inestables, que representan las vías de huida del individuo moderno. La ciudad, históricamente el espacio privilegiado para la civilidad, la socialidad, la comunicación, el encuentro, la participación, se ve reducida a un espacio sin referencias, un espacio que ya no es necesario para la vida. Un espacio para ser atravesado a la mayor velocidad posible con el fin de llegar cuanto antes a los nuevos lugares privados en los que desarrollar la dimensión relacional. Pero la pérdida de la ciudad real arrastra consigo la pérdida de la política real; y con ella, la pérdida de la comunicación real. Disminuye el interés por los lugares y por la gente. Por ahí transita un individuo que es, por encima de todo, un ser humano móvil. Han sido calificados de nómadas. Viven como nómadas porque los objetos que poseen o desean son portátiles; nómadas tanto por su trabajo como por su consumo. Modernos cosmopolitas domésticos, habitantes de una ciudad virtual, de una telépolis sin ningún límite, que ofrece posibilidades de movimiento -físico o virtual- jamás soñadas. Pero este individuo que alcanza casi el don de la ubicuidad acaba por perder contacto con el espacio real, de modo que junto con el don irrumpe la amenaza de pérdida de identidad. ¿Y qué hay de los perdedores de estos procesos? También serán nómadas, pero en un sentido perverso: viajarán mediante el espectáculo del viaje de los otros a través de la pantalla, las revistas rosas; o recurrirán al alcohol o la droga, convertidas en el nomadismo del excluido. Mircea Cirari, considerado el rey de los gitanos moldavos, fue enterrado a finales de julio acompañado de su fax, su ordenador y su teléfono móvil, los nuevos símbolos del nomadismo. ¿Renovarse o morir? ¿renovarse y morir? En lo que a mí respecta, durante el mes de agosto voy a procurar moverme lo menos posible de mi pueblo. Eso sí: siempre cerca del e-mail.

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