Tratando de cometer más errores
La cárcel de mujeres de Wad-Ras es mejor que las que salen en las películas. Eso dicen algunas de sus inquilinas: no es el mundo de sus sueños, pero tampoco es el peor de los mundos posibles. El establecimiento acoge alrededor de 250 internas, de las que 80 disfrutan de régimen abierto, 9 tienen con ellas a sus hijos menores de tres años y el 30% son seropositivas. Las reclusas editan el mensual Femení Singular, que en su número de mayo incluyó un poema de Jorge Luis Borges cuyos dos primeros versos dicen así: "Si pudiera vivir nuevamente mi vida. / En la próxima trataría de cometer más errores". Mónica. "Yo no sé qué me pasó, pero lo hice", acepta Mónica con toda naturalidad. Es colombiana, tiene 24 años y fue detenida en el aeropuerto de El Prat el 8 de octubre de 1995: los rayos X descubrieron que llevaba en el estómago unas 80 bolas de cocaína de 8 gramos de peso cada una. "No sé por qué lo hice", repite, "pero en aquella época era un poco rebelde y un amigo me dijo que podía ganar en una semana lo que ganaba en un año". Mónica trabajaba en un almacén de tejidos de su tía en Armenia, en la zona cafetera de Colombia, y pensaba estudiar ingeniería industrial en Bogotá. Ella sigue con esa idea, pero de momento lleva dos años y siete meses en Wad-Ras, donde cumple una condena de ocho años por tráfico de drogas. Mónica siente que la deslumbró la posibilidad de ganarse de golpe 5.000 dólares [750.000 pesetas] y empezar sus estudios sin aprietos económicos. El contacto fue un traficante de Cali, que a su vez le presentó a un tipo de Barcelona. Antes del día de autos se ejercitó con uvas, pero cuando hubo engullido 76 se mareó y hubo de suspender el entrenamiento; el día del viaje a España empezó a tragar a medianoche bolitas de látex con ocho gramos de cocaína, se sintió fatal, pero a las seis de la mañana andaba por las 80, aunque perdió la cuenta. "Creo que a mi acompañante se la querían jugar", sospecha Mónica. Parece ser que alguien dio el soplo y les detuvieron a los dos, mientras que otros tres con las maletas bien provistas de droga pasaron la aduana sin mayores problemas. -¿Cómo reaccionó la familia? -A mi padre le costó mucho aceptarlo y tardó seis meses en escribirme. Nati."Para que lo soltaran a él me inculpé yo", se lamenta Natividad, de 40 años, a quien todos llaman Nati. Los sentimientos han tirado siempre de esta mujer, curtida en las barras americanas, con la personalidad labrada en el infortunio y las ganas de sobrevivir, y madre de una niña de siete años. A Nati la retiró hace 10 años un señor al que conocía desde mucho antes, le puso un apartamento de lujo y aprovechó la operación para guardar en él chocolate. Hasta tres cargamentos fueron intervenidos por la policía en el apartamento de Nati, el último en 1991, pocos días después de dar a luz: en total, 2,5 kilos de droga, que supusieron una condena de 13 años, 2 meses y 1 día, de los que lleva cumplidos seis años y medio. "La última vez que me detuvieron vivía con un italiano, que es el padre de mi hija y que murió de un infarto hace un año y pico", dice Nati. Ella pasó por la experiencia de tener a su hija en la cárcel hasta que cumplió los tres años, y asegura que no la repetiría, que "es muy duro el día que se va". La niña está con una familia de acogida y seguirá a su cuidado hasta que Nati tenga medios para mantenerla. Nati disfrutó del tercer grado, pero un día consumió cocaína y lo detectaron en un análisis. Ahora espera ansiosamente el día de Navidad, en que saldrá en libertad condicional. "Que conste que no estoy enganchada, pero toda la vida me ha gustado consumir de vez en cuando", aclara Nati. Eva. "Me enamoré de un chico que fumaba heroína y me enganché", explica Eva con mucha naturalidad. Eva tiene 25 años y fue condenada a dos años y un mes por un robo con intimidación que cometió en septiembre de 1994, aunque ella asegura que su técnica para obtener el dinero necesario para comprar heroína -unas 30.000 pesetas diarias- no incluía la violencia: embaucaba a la gente con su buena presencia, pedía dinero para regresar a su casa y los que picaban no eran excepción. Puede decirse que todo era bastante civilizado. Eva terminó sus estudios de formación profesional y su padre, propietario de una fábrica en Polinyà, le pidió que trabajase con él. Pero todo se torció al ser condenada. Hace tiempo que dejó de estar enamorada del novio que fumaba heroína, sale con otro chico, se ha desenganchado y reconoce que "no tenía motivos para llegar a esto". Mami. "Mi marido se fue de vacaciones hace 20 años y todavía no ha vuelto", dice Mami no sin guasa. Mami se llama María, tiene 58 años, lleva 13 meses en Wad-Ras y es la reclusa de mayor edad de la cárcel. Mami fue condenada a cuatro años y medio por un delito contra la salud pública (léase por almacenar en su casa tres kilos de hachís). A Mami la aguardan sus 10 hijos, el menor de 18 años, aunque uno de ellos tenga que ver con el mal paso que le costó la libertad. -Y usted, María, ¿de dónde es? -De La Línea de la Concepción, Sevilla. -La Línea está en Cádiz. -Es todo lo mismo -remata alegremente. Estas cuatro mujeres no quieren vender gato por liebre ni cosa parecida, pero admiten que en la cárcel se aprenden cosas que no imaginan los de fuera. "Aquí te demuestran que tú vales", dice Nati, que vale mucho y lleva la voz cantante. "Lo peor son los días talegueros, cuando no quieres ver a nadie ni hablar con nadie. Entonces echas en falta la intimidad". Los episodios de excitación colectiva son igualmente malos. A veces, un suceso poco importante crea una atmósfera de histeria colectiva y la angustia contamina la atmósfera en los chavolos (celdas). Mónica recuerda: "Hace unos días, a una loca le dio por prender fuego a un colchón en aislamiento. A mí me daba lo mismo, pero todas se pusieron histéricas". La falta de información es la causa del desasosiego, dice un funcionario que tiene muy buen trato con las cuatro. Todas dicen haber aprendido algo de la vida entre rejas. Eva se ha habituado a tener mucha paciencia; Nati, a autocontrolarse. Mónica admite que antes era muy antisocial, y "acá, a la fuerza, me tocó aprender". Mami está segura de que no todas las cárceles son como Wad-Ras, pero ésta no le parece mal y se siente cuidada. Esta Mami se conforma con poco y la respetan todas las internas sin excepción, incluso aquellas que tienen una mala opinión del establecimiento y maldicen su suerte. Eva resume el clima en Wad-Ras con sencillez: "Es como en la calle: hay de todo". Las relaciones íntimas no son lo que más echan en falta las internas de Wad-Ras, al menos no todas. "La parte sexual es psicológica", asegura Mónica, muy convencida. "Yo no tengo relaciones desde que estoy aquí, y no las encuentro a faltar". "Durante tres años y medio no he mojado", añade Nati, sin darle mayor importancia. "Tuve dos vis a vis en la Modelo, pero lo hice para cumplir con él y para que viese a la niña". La ausencia de un espacio inviolable es más difícil de aceptar. La intimidad de la ducha, del dormitorio, de ponerse una colonia, de usar polvos de talco; eso sí se añora. Razones de seguridad impiden, por ejemplo, que una reclusa guarde un frasquito de acetona para quitarse el esmalte de uñas. -Y eso, ¿por qué? -Hay quien se lo bebe o se hace un cubalibre con colonia. Los polvos de talco pueden confundirse con otro polvo blanco -aclara un funcionario. "Aquí se pasa mucha vergüenza ajena", reconoce Nati y asiente Eva en silencio: "Figúrate qué situación cuando un funcionario entra en un chavolo y se encuentra a dos en pleno apogeo". Mami no entiende cómo pueden suceder estas cosas: "Yo las cogía en pelotas y les daba con un palo de acebuche". "Figúrate qué gracia me hace a mí que alguien entre en el chavolo y me encuentre acostada desnuda. Porque en verano hace mucho calor", insiste Nati. Un funcionario aclara que el reglamento obliga a las internas a vestir pijama, aunque comprende que éstas encajen mal algunas situaciones.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.