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Tribuna
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La catástrofe empezó hace mucho tiempo

La catástrofe ecológica más grave de la historia de España no ha terminado aún de suceder. La bala sigue en el aire y ya no se pueden mover las dianas. El daño cuantificará durante décadas y aun así quedarán factores inconmensurables. Eso está claro.Pero tan claro como esto es que la catástrofe no empezó el sábado. Probablemente la catástrofe comenzó cada vez que en los últimos años la Consejería de Medio Ambiente ha ignorado una serie continua de denuncias y ha despreciado y devaluado a los ecologistas y a los técnicos que las formularon; cuando en 1994 el juzgado de instrucción ante una denuncia de la CEPA se conformó con un simple informe de cuatro folios que le remitió la propia empresa y archivó; cuando en abril de 1994 el Consejo de Gobierno de la Junta de Andalucía no respondió a una pregunta parlamentaria de Francisco Garrido, por entonces diputado de IU, y a otra pregunta del mismo diputado respondió vagamente la Consejería de Industria -que no la de Medio Ambiente-; cuando en 1995 las diversas administraciones implicadas ignoraron la voz de alerta, documentada, técnica y solvente, que dio un ingeniero de la propia empresa Boliden Apirsa. La catástrofe comenzó el mismo día en que la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir, responsable directa de la gestión de las aguas, conoció la inseguridad de este tipo de presas y la existencia de fugas de alta toxicidad y evacuó un informe en el que decía que el río Guadalimar no pasaba por Doñana y que en caso de que sucediera lo que al final ha sucedido, se afectaría el río, pero no el parque; cuando en agosto de 1997 la Comisión Europea no suspendió la financiación a la empresa minera (5.000 millones de pesetas a través de la Junta de Andalucía) y decidió archivar el procedimiento iniciado en 1995 contra el Estado español a raíz de una queja de la CEPA relacionada con el peligro de rebasamiento y de filtraciones en la balsa como consecuencia de lluvias torrenciales. La catástrofe, en fin, comenzó cuando en 1996 una rotura con vertido masivo de contaminantes fue resuelta por las administraciones competentes vistiendo a sus propios análisis de calidad de aguas.

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Junto a la catástrofe ecológica, el mismo sábado (día 25 de abril) asistimos a una catástrofe social: Isabel Tocino diciendo que no pasaba nada gracias a ciertos terrenos arcillosos, José Luis Blanco hablando de un movimiento de tierras, un seísmo que nadie ha detectado pero que a él le sirvió para presentar lo evitable como inevitable, José María Aznar que no cesó a su ministra de Medio Ambiente, ésta que no tuvo la vergüenza de dimitir, Manuel Chaves que no sólo aseguró la continuidad de la empresa sino que no cesó a su consejero de Medio Ambiente, éste que no tuvo la vergüenza de dimitir. Cuando Luis Roldán se fugó, el ministro de Interior dimitió; la fuga de un delincuente común acaba de producir la dimisión de dos ministros en Bélgica; la fuga de Aznalcóllar es más inmoral, más tóxica y mucho más cara para la comunidad que la fuga de Roldán. ¿Y no va a dimitir nadie?

La envergadura económica y ecológica -estas dos palabras son cada vez más sinónimas (¡entérense de una vez, señores pescadores, señores agricultores, señores sindicalistas, señores alcaldes, señores promotores!)- de esta catástrofe debería hacer inevitable un proceso social y serio de reflexión. El pueblo vivo y las generaciones futuras deberían hablar acerca de quién y cómo se administra el capital natural, deberían decirle a sus Gobiernos qué deben hacer con las empresas contaminadoras y con esas administraciones ambientales vociferantes sólo cuando se trata de atacar al voluntariado ecologista -que, evidentemente, tiene muchos defectos, pero que por el solo hecho de ser voluntariado merecería si no el sometimiento sí al menos el respeto de los poderes públicos.

Puede que eso no suceda, puede que un pacto de silencio entre las administraciones sea incluso bien acogido por un pueblo dispuesto a sacrificar el futuro de los que nacerán, a devorar su parte y la parte de sus descendientes. Puede que vivamos en una sociedad inmoral y puede que el pueblo tenga los gobernantes que se merece. Pero más grave aún que ésto sería la impunidad por el pasado, el pasado que -insisto- no comenzó el sábado. Hay desde luego una responsabilidad civil, alguien debe reparar lo posible e indemnizar lo irreparable. Hay una responsabilidad administrativa, deben sin duda abrirse expedientes, retirar licencias, sancionar con multas...; pero aquí hay sin duda también una responsabilidad criminal. He atacado en multitud de ocasiones la sobreutilización del derecho penal que en conflictos ambientales, a veces, sólo sirve para solapar ilícitos civiles o administrativos y para levantar olas de solidaridad con los contaminadores. He defendido el carácter de última ratio del derecho penal, que aconseja utilizarlo sólo en ilícitos ambientales particularmente graves. Pues bien, éste es un supuesto particularmente grave. La impunidad aquí sería escandalosa. No voy a presumir la culpabilidad de nadie, no acuso a nadie, no criminalizo ninguna actuación, pero subrayo que un ministro dimitió, probablemente un Gobierno cayó y Roldán está en la cárcel por haber expoliado dinero público, y que su fuga es menos grave, menos tóxica, menos antisocial y más barata que la fuga de residuos del beneficio privado que ha dilapidado el capital natural de todos. ¿Es que nadie va a ir a la cárcel?

José Luis Serrano es profesor titular de Derecho y Ciencias Ambientales de la Universidad de Granada.

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