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Tribuna
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Paisaje después de las primarias

Joaquín Almunia

Las primarias han dado un vuelco a la vida política. La gente se interesa de nuevo por los aspectos más nobles de la cosa pública, dejando de lado el sabor amargo de la crispación, el rencor, las malas artes o la defensa de intereses espurios, que tanto espacio ocuparon en el pasado reciente. Mis compañeros de partido sonríen como no lo habían hecho desde hace bastante tiempo. Otros muchos demócratas de corazón, votantes nuestros o no, también han disfrutado con esta feria de abril de la participación y la limpieza en el ejercicio de la política, y quieren seguir haciéndolo a partir de ahora. El PSOE ha mostrado otra vez su capacidad para renovarse y para innovar, mientras que el Gobierno y el PP han perdido en estas semanas toda iniciativa, y el dúo Aznar-Rodríguez ha dado ejemplo de su mezquindad, haciendo gala de su peor estilo al enjuiciar lo que está sucediendo. Y lo que está sucediendo es que las cosas cambian tanto, y a tanta velocidad, que nuestra victoria electoral vuelve a ser no sólo verosímil, sino también probable.Cuando impulsé este proceso, me quedé corto al imaginar su enorme impacto en la opinión pública y su capacidad para generar tal cúmulo de expectativas positivas en la sociedad. Lo que sí sabía es que estaba abriendo una nueva fase en la vida del partido. Nueve meses antes, el 34º Congreso había supuesto una primera ruptura con el pasado, consistente nada menos que en la sustitución de Felipe González. Sin embargo, en el torbellino de aquellas horas intensas todo transcurrió de modo tan rápido que no hubo tiempo suficiente para diseñar muchas de las reformas que había que introducir en el PSOE a partir de ese momento. Por eso, al asumir la secretaría general, era consciente de que la renovación de la que tanto habíamos hablado sólo estaba empezando. Y para llevarla adelante en todas sus facetas -programática, organizativa, generacio-nal- era necesaria una estrategia participativa. Los afiliados tenían que convertirse en protagonistas directos de las decisiones más importantes, restableciendo sobre bases necesariamente distintas la relación de confianza que había existido entre dirigentes y militantes durante los mejores años de la época anterior. Para eso impulsé las primarias.

Al hacerlo, no ignoraba los riesgos de este proceso. Ni los orgánicos ni los personales. Cuando anuncié que dimitiría si no era elegido candidato, tuve plena conciencia de lo que decía. Desde el comienzo de la campaña manejé la hipótesis de mi posible derrota, por más que la opinión dominante, dentro y fuera del partido, la considerase casi imposible. Y a medida que se acercaba la votación seguí pensando, pese a los argumentos que se aportaban en contrario, que un resultado adverso debiera llevar aparejada mi renuncia a la secretaría general y el consiguiente Congreso extraordinario. Por eso, al día siguiente del escrutinio, y en coherencia con mis convicciones, presenté la dimisión ante la Ejecutiva.

Pero no fui capaz de prever que la magnitud del éxito de las primarias jugaba en contra de mis propósitos. Las cosas se habían desarrollado de manera tan trepidante que una experiencia pensada ante todo desde claves internas de partido se había convertido en un acontecimiento que desbordaba con creces los límites de nuestra vida orgánica. Y también los de las conveniencias personales. Las primarias han abierto un nuevo espacio para la participación democrática de los afiliados socialistas, que con el tiempo será también ocupado por los miembros de otros partidos y por los simpatizantes de cada uno de ellos. Sin esperar ese momento, hoy las peticiones de afiliación se acumulan en los locales del partido, y las expectativas creadas se han extendido en todas direcciones. Tienen, pues, razón quienes dicen que este clima de ilusión y optimismo no puede ser frustrado con la apertura de una crisis en el PSOE. Alberto Pérez, uno de los miembros más jóvenes de la Ejecutiva, lo resumió de forma brillante cuando dijo que "la libertad no puede conducir a una crisis". Porque, si lo hiciese, toda la pedagogía democrática de las primarias quedaría en entredicho.

Por eso me he visto obligado, paradójicamente, a meditar de nuevo sobre las consecuencias de mi derrota a la luz del éxito de mi propia iniciativa. Para ello, he querido escuchar la voz de los afiliados. He querido averiguar si lo que se había votado era realmente lo que estaba en discusión -la candidatura para volver a La Moncloa- o si los votantes habían querido corregir los resultados del 34º Congreso. He querido comprobar si éramos capaces de conjurar políticamente, en beneficio del partido, un liderazgo social y una dirección política. He querido comprobar si era posible poner todos los medios del partido al servicio de la victoria de José Borrell y mantener al mismo tiempo el ejercicio íntegro de las funciones de dirección que corresponden a la Ejecutiva del partido.

Ha llegado ya el momento de tomar una decisión final que no es fácil. Siempre habrá quien encuentre motivos para criticarla, sea cual sea su sentido. Si opto por la coherencia personal y hago efectiva la dimisión presentada, habrá quien piense que traiciono el significado más profundo de las elecciones primarias y que arruino todo lo positivo que éstas han despertado. Si, por el contrario, me quedo, alguno dirá que me aferro al cargo por encima de cualquier otra consideración. Si me voy, algunos creerán que perjudico las posibilidades de victoria de Borrell, sumiendo al partido en un proceso interno de discusión y ensimismamiento. Si no lo hago, habrá quien activamente apueste por la posibilidad de un desencuentro entre el candidato y una dirección del partido mayoritariamente comprometida con quien fue su contrincante en las primarias, o por la deslegitimación de esa dirección.

Al final, tiene que haber un argumento decisivo que se impone sobre todos los demás. En mi caso, lo he encontrado en los miles de mensajes que estoy recibiendo estos días. Mensajes de muchos socialistas, con y sin carnet, que no quieren que decaiga el clima de ilusión que se ha despertado; mensajes de mis colaboradores, que me expresan su aliento y su ánimo para seguir trabajando por un proyecto del que se sienten protagonistas, y no simples personajes secundarios sin voz ni voto; mensajes de ciudadanos que confían en que esta oportunidad de desalojar del poder a la derecha no sea desaprovechada. Estos mensajes no han caído en saco roto. En definitiva, las primarias son una apuesta por la participación de todos, y, aunque las razones de índole personal siempre están presentes en una actividad tan humana como es la política, no podría dar la espalda a tantas opiniones fundadas en mis propios valores y convicciones. Pero hay algo más y todavía más importante. Y es que el paisaje del PSOE ha cambiado después de las primarias. Hoy sé mejor que ayer que soy el secretario general de un partido que ha optado por enfrentarse a la derecha con quien hemos considerado que está en mejores condiciones para asegurar un triunfo electoral. Y estoy en un partido que reclama de su secretario general que, además de poner toda la fuerza del partido al servicio del triunfo electoral, asegure la continuación de un esfuerzo de renovación que extienda la democracia y la participación en todas las instancias del partido, sea cual sea la fase de la batalla electoral. Hay, pues, trabajo por hacer. Un trabajo que desarrolle el proceso que ahora hemos puesto en marcha. Es un trabajo que se me está pidiendo que prosiga. Es un trabajo que coincide con mis aspiraciones y mis convicciones. Es un trabajo por el que he luchado. Es un trabajo por el que merece la pena seguir haciéndolo. Y así lo haré.

Joaquín Almunia es secretario general del PSOE.

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