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Tribuna:LA CRISIS MEXICANA
Tribuna
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El país necesita realismo y utopía

Las Fuerzas Armadas saben que los zapatistas carecen de capacidad de fuego para reiniciar las hostilidades en el Estado de Chiapas

Jorge G. Castañeda

Por lo menos dos razones invitan a ser prudentes en la formulación de propuestas para resolver la crisis de Chiapas. En primer término, ya hay muchas manos a la obra: los nuevos funcionarios del Gobierno del presidente Ernesto Zedillo, la Comisión de Concordia y Pacificación del Congreso (Cocopa), la Comisión Nacional de Intermediación (Conai) -a la que pertenece el obispo de San Cristóbal, Samuel Ruiz-, los partidos políticos y la infinidad de ONG mexicanas y extranjeras involucradas. En segundo lugar, es preciso reconocer que se trata de un asunto endiabladamente complicado, con una multitud de aristas y recovecos, desprovisto de salidas fáciles, rápidas y económicas.Por todo ello puede resultar aventurado, ingenuo o inútil proponer algunas sugerencias abstractas para avanzar en Chiapas. Las propuestas podrían resumirse bajo tres encabezados: la injerencia internacional para destrabar el impasse actual; la secuencia de pasos unilaterales y previamente acordados por las partes en lugar de la simultaneidad de medidas anteriormente negociadas; la construcción de una casa de vanos pisos que representan las etapas de una solución a largo plazo.

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Varios comentaristas mexicanos, indignados por las matanzas y las imágenes de Chiapas de las últimas semanas, han hecho referencias veladas o indirectas a la posibilidad de involucrar al Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), que interviene más bien para proteger a flujos de refugiados que huyen de un país a otro, debido a conflictos internos o internacionales. Sin embargo, en tiempos recientes, el Alto Comisionado ha participado en misiones de índole estrictamente interna, para proteger a víctimas de luchas intestinas.

La llegada del ACNUR a Chiapas serviría dos propósitos esenciales. Proporcionaría a los miles de desplazados -zapatistas y priístas, católicos y evangélicos, tzotziles, chofes, tzeltales y mestizos- una protección y una asistencia aceptable para ellos, neutra y eficaz. Sin duda con tiempo, perseverancia y uno que otro incidente, las Fuerzas Armadas mexicanas pueden lograr más o menos lo mismo. Pero cabe preguntarse: ¿por qué no permitir que procedan quienes se dedican a ello y pueden alcanzar los objetivos deseables con mayor celeridad y economía y menor desgaste? En segundo término, la creación de campamentos intemos y provisionales bajo la bandera azul de Naciones Unidas les brindaría un más que merecedido sentimiento de seguridad a los desplazados. Permitiría asimismo la retirada del Ejército mexicano.

La otra justificación pertinente -el desarme de los paramilitares, en parte armados por las propias autoridades- podría llevarse a cabo también por otros medios. Aprovechando la información de la que dispone la inteligencia militar, equipos de tarea integrados por grupos selectos de agentes de la Procuraduría General de la República, incluyendo a policías judiciales, por marinos de la Armada y por virtuales comisarios políticos de la Comisión Mexicana de Derechos Humanos, de la Secretaría de Gobernación y, en su caso, de la misma ONU, podrían realizar el desarme de las bandas en toda la región, una vez instalados los campamentos del ACNUR.

Ahora bien, ya protegidos los desplazados y desarmados o en vías de serlo las guardias blancas y los paramilitares, se desvanecerían las únicas justificaciones para la permanencia militar en Chiapas que no sean meramente de principio: a saber, que el Ejército posee el derecho constitucional de estar allí, y que el levantamiento armado del EZLN y su declaración de guerra del 1 de enero de 1994 dejaron sin alternativa a las autoridades mexicanas. Pero el mandato constitucional no obliga a una presencia de la envergadura y de las características actuales.

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En segundo lugar, las Fuerzas Armadas mexicanas saben perfectamente que, más allá de su respeto por el cese al fuego y su decisión de no responder a provocaciones, el subcomandante Marcos y los zapatistas carecen por completo de cualquier capacidad de fuego para reiniciar hostilidades en la zona. Pero, sobre todo, una vez protegida la población, desarmadas las bandas armadas y retirado el Ejército, deja de existir cualquier excusa o razón para el mantenimiento de la terminología, el ademán y la organización militar del EZLN, así como de las escasas armas que obran en su poder.

Las únicas justificaciones válidas para conservar la ficción o la aspiración de la lucha armada en Chiapas son la autodefensa o la imposibilidad de alcanzar las metas deseadas por otras vías. Después de las elecciones del verano, de la derrota del PRI en la Cámara de Diputados y el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas en el Distrito Federal, se antoja? imposible sostener que sólo mediante la lucha armada es factible impulsar reformas de fondo. Uno puede dudar de la limpieza de los próximos comicios en Chiapas y exigir, como lo ha hecho con toda razón el opositor partido PRD, que se celebren también elecciones de gobernador a fin de año; incluso los zapatistas podrían exigir ciertas modalidades de supervisión nacional o internacional de dicha votación para asegurar su equidad y pulcritud. Pero difícilmente se explica el recurso a las armas hoy en México para combatir a un sistema autoritario en vías de desaparición.

En otras palabras, de echarse a andar esta secuencia, y seguirse estos pasos por cada parte, se podría desactivar la escalada de violencia en el Estado y reencauzar las tensiones sociales, políticas, religiosas y étnicas de Chiapas por otras vías. Este es, entonces, el primer piso de la nueva casa chiapaneca que es preciso construir, o el primer carril de negociación de un paquete más amplio. El arreglo en el terreno no puede sustituir a las reformas de fondo que se necesitan en la región, pero tampoco es útil o necesario subordinar los pasos en el terreno a la solución de los milenarios problemas de Chiapas. Lo cual nos conduce directamente al segundo piso o segundo carril.

Se entiende que Marcos y sus seguidores busquen sujetar todo a a la ratificación por el Congreso mexicano de las enmiendas constitucionales derivadas de los acuerdos de San Andrés Larráinzar, firmados en 1996.Consideran que sin la presión de la lucha, de las armas, de la "sociedad civil", el Gobierno de Zedillo seguirá resistiéndose a aceptar los convenios sobre derechos indígenas. Es comprensible que Marcos, que únicamente izó el estandarte de dichos derechos mucho después de su levantamiento y de las negociaciones iniciales en la catedral de San Cristóbal, hoy haga de la aplicación de los mismos la piedra de toque de toda su estrategia. Pero en realidad nada impide que, al mismo tiempo en que se procede a desactivar las tensiones en el terreno, se envíe el paquete de los acuerdos a la Cámara de Diputados, donde se dirimirían las diferencias que efectivamente existen.

Los zapatistas aciertan al acusar al régimen de Zedillo de desdecirse de sus compromisos, y las autoridades se equivocan al anteponer sus pruritos legalistas a un acuerdo de fóndo en Chiapas. En el Congreso además se hallan representadas todas. las fuerzas: el Gobierno a través del PRI, la derecha constitucionalista en la persona de distinguidos juristas de la bancada del PAN, y el EZLN y los antropólogos a través de varios diputados del PRD.

Dicho esto, ni el arreglo en el terreno ni la definición, ampliación y aplicación real de nuevos y mayores derechos para las comunidades indígenas de Chiapas y del resto de la república bastan para restaurar la concordia en el sureste. De allí la necesidad imperiosa, subrayada por muchos, de un tercer carril, ya no de negociación pero sí de políticas públicas y privadas en Chiapas. Se trata de una especie de Plan Marshall para el Estado, que combinaría inversión pública y privada, interna y foránea, de ONG y de fundaciones, para atacar las ancestrales desigualdades y los perennes atrasos chiapanecos.

Este breve e iluso esquema contiene muchos ingredientes ya propuestos por otros con mayor autoridad para hacerlo.Asimismo, incluye elementos de difícil aceptación para diversos actores centrales en el drama de Chiapas. Por último, requiere de un grado de confianza que evidentemente brilla por su ausencia hoy en México. Si el Gobierno persiste en su afán de debilitar o destruir al EZLN gracias al desgate y al tiempo, es obvio que esta propuesta no es verosímil. Sin que sean simétricas las situaciones, si Marcos insiste en conservar su estatuto armado hasta la completa satisfacción de todas sus demandas, el esquema es irrealizable. Sus principales ventajas residen quizás entonces en la ausencia de alternativas que combinen elconjunto de características aquí reseñadas. Lo irreal y simplista puede convertirse hoy en México en el pragmatismo realista más descarnado. Quizá eso es lo que el país necesita: una mezclade realismo y utopía.

Jorge Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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