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Sostiene Rivas

Hay nuevas herramientas del periodismo que han arrinconado viejas formas de trabajo que, tras muchos decenios de pulimento en la lija de las rutinas, dieron lugar a piezas de gran vigor, joyas de este oficio. El hoy indispensable magnetófono de mano, que tanta precisión da a la incorporación de la palabra ajena a la del reportero, ha convertido en rarezas las viejas entrevistas de creación, esas que se construyen con los ojos desenfandados y los lapiceros escondidos. La velocidad paga peajes y este es uno: se extingue la entrevista tallada en mármol literario, que discurre por bordados narrativos en los que el entrevistador eleva al entrevistado y, con la pócima de la verdad, extrae de su persona un personaje.Hace dos días, el reportero Manuel Rivas, devolvió en estas páginas a quienes las añoramos una de esas peculiarísimas -arrancan de ramas sueltas, que van poco a poco creando un tronco y configurando una construcción- piezas literarias con cauce imposible fuera de la angostura de un periódico. Es una entrevista, tras la que flotan (son su materia) horas de caza de gestos y de captura al vuelo de contenciones y entonaciones, con el escritor italiano Antonio Tabuchi. No he leido nada de cuanto ha escrito este novelista, pero la forma en que Rivas lo hace personaje suyo en su rescate de un tiempo común agolpado y luego desgranado, me proporciona la idea -o el espejismo, que es con frecuencia mejor fruto que la idea- de que sé de él y me es familiar el balbuceo de su habla, umbral todavía indeciso de su prosa, y en aquella veo la madeja de la que saca los hilos con que teje lo que escribe. Sólo una entrevista de creación, de entre todas las cristalizaciones de la escritura, puede dar algo así.

Recuerdo haber experimentado este bello espejismo en contadas ocasiones. Una veintena como mucho, de las que dejo caer de mi memoria el recuento de un reportero francés (creo que Jean Cau, pero no estoy seguro) de una madrugada de bronca a frase partida con Albert Camus; una luminosa indagación a no recuerdo que indagado por el reportero colombiano Gabriel García Márquez; un apretado recuento del reportero Jean-Paul Sartre de su -inicialmente tenso y luego súbita e inexplicablemente, tras horas de palabreo con cristal de hielo en medio, amistoso-encuentro con Fidel Castro, escrito aposta para un diario conservador de gran tirada. Y otras luces que se apagan bajo el seco chaparrón de ingenia que brota del sacacorchos con que la muchacha reportera Jean Stein abrió la botella de bourbon del corazón en su viejo amante William Faulkner en 1956, que es una cima de la escritura (no escrita) faulkneriana, lo que en la ya casi despoblada estantería de los libros que aún amo equivale a ocupar el más elevado lugar del relato de este siglo.

Si alguien logra extraer de un hombre un personaje es porque el tipo merece la pena, posee el algo tan nítido e impreciso que llamamos talento, capacidad de creación instantánea, merezca o no la pena lo que escribe o canta. Hay buenos artistas -abundan en tiempos como estos, propicios a la corrosión del envanecimiento, en los que ser humilde es el primer peldaño de bajada al silencio de esa insignificancia que Samuel Beckett llamaba su alma- que son bastante memos y otros menos buenos que en cambio hacen una obra de arte de sí mismos. Segar la hierba que pisan (sostiene Rivas que sostiene Tabucchi) "los intelectuales dispuestos a participar en profundísimos debates sobre el derecho a besarse en televisión y sobre el color de moda en la temporada que viene", tiene la dulce mala uva con que se pone en solfa a quienes, como Umberto Eco, creen que "cuando la casa se quema, lo único sensato que el intelectual puede hacer es llamar a los bomberos", a lo que (sostiene Rivas) Tabucchi replica que "ha habido muchos incendios en Italia y llamar a los bomberos es importante, pero no basta", hay que conocer, para poder gritarlas, las causas de cada hoguera y, en eco del susurro de Faulkner en su discurso de Estocolmo, seguir con sus dudas a cuestas buscando palabras para la única respuesta que el escritor puede dar a las preguntas de su tiempo: hablar y hablar tercamente, hasta la extenuación, de ellas.

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