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¿Fin de una era en América Latina?

Jorge G. Castañeda

La sacudida -no del todo un terremoto- que sufrieron el lunes 24 de octubre los mercados latinoamericanos, junto con los del resto del mundo, opacó parcialmente un estremecimiento político análogo y simultáneo: la victoria de la alianza opositora argentina en los comicios legislativos del domingo 26 de octubre y la derrota estrepitosa del menemismo en el país austral. Por un conjunto de razones, los resultados de la votación en Argentina pueden significar el fin de una era -y el comienzo de otra- en toda América Latina. En primer lugar, el hecho de que la coalición de la Unión Cívica Radical y el Frepaso, encabezado por Graciela Fernández Meijide y Chacho Álvarez, le haya sacado una ventaja de casi diez puntos al Partido Justicialista a nivel nacional y en la provincia de Buenos Aires -el bastión del peronismo- debe ser ubicado en un contexto latinoamericano más amplio. Por tercera ocasión este año, una fuerza de oposición de izquierda, contraria al ambiente neoliberal imperante si no a la letra misma de la ideología económica dominante, alcanza un triunfo inesperado y emblemático. En El Salvador, el FMLN barre en los comicios municipales de aquel país y logra un empate con la derecha en el Parlamento; en México, Cuauthémoc Cárdenas es electo jefe de Gobierno de la Ciudad de México y el PRD se perfila como el segundo partido en la Cámara de Diputados; ahora, la alianza argentina supera al partido de Carlos Menem y se coloca a la cabeza de todas las encuestas y pronósticos para la elección presidencial de fin de siglo. En la estela de las victorias del laborismo inglés y del socialismo francés es notable el cambio de clima, de aire o de cualquier otra metáfora de la que se quiera echar mano.Esto no significa que programática o sustantivamente los triunfos electorales opositores desemboquen de manera inmediata en una política alternativa, en un cambio de fondo en materia económica y social. Existe, como se ha comprobado hasta la saciedad, una relación inversamente proporcional entre el radicalismo de posturas y las posibilidades de triunfo. En Argentina se vio con toda claridad: conforme la alianza de centro-izquierda iba aproximándose a la victoria -y a una parte del poder-, su discurso se moderaba, sus posiciones se suavizaban, sus diferencias con la estabilidad menemista se desdibujaban. O a la inversa: en la medida en que ganaban terreno la moderación y la cautela, aumentaban las probabilidades de éxito. Nada más normal y previsible; las elecciones se suelen ganar en el centro, y los partidos políticos suelen anhelar la victoria, no la derrota. Ya en el Gobierno -no será el caso de los argentinos, por el momento-, la búsqueda del equilibrio idóneo entre cambio y sensatez, entre viabilidad y diferencia, entre radicalismo y prudencia, se vuelve más compleja, y en ocasiones resulta más fácil encontrar el punto intermedio si se tuvo conciencia del problema desde antes. Pero el deslizamiento hacia el centro es una característica inevitable de cualquier intento electoral de la izquierda para llegar al poder.

Esta constante no debe nublar lo esencial de los acontecimientos argentinos, a saber, que, a ojos de los votantes, las virtudes del esquema predominante habían dejado de ser superiores a las posibles ventajas de otro camino, y que los peligros de una alternativa ya no bastaban para tolerar resignadamente el statu quo. Los electores argentinos, y en particular los sufragantes de origen popular de la provincia de Buenos Aries, ya no sucumbieron ante el chantaje de la estabilidad: Menem o el retorno al caos inflacionario. En parte, ello se debe a que los riesgos reales del caos inflacionario han disminuido: la izquierda ha aprendido la lección. Pero también se debe a que el precio del llamado neoliberalismo ya aparece de modo más nítido: desempleo, corrupción, ingresos estancados, recortes en educación, salud, vivienda, etcétera; desplazamiento hacia la pobreza de la gran clase media argentina. Hasta hace muy poco, los electorados latinoamericanos claramente preferían los costos del fundamentalismo de mercado a las ilusiones de una izquierda desacreditada y desmoralizada; hasta hace poco dudaban de los posibles méritos de cambiar de caballo a la mitad del río. Ya no, por lo menos en tres elecciones seguidas y en tres países distintos, ciertamente donde no se hallaba en juego el poder presidencial. La tesis del camino único, del conductor único y del mapa único ha sido herida, quizá de muerte.

Una tercera razón que justifica el conferirle una importancia histórica a los comicios argentinos reside en el premio a la táctica de unidad que el electorado decidió entregarle a la coalición opositora. Como se sabe, hasta hace pocos meses, las dos principales formaciones políticas de la oposición marchaban separadas, como lo hicieron en las elecciones presidenciales de 1994. La UCR y el Frepaso coincidían en sus críticas al régimen menemista, pero divergían en cuanto a las inclinaciones históricas de sus electorados (o eso se pensaba) y en torno a las ambiciones presidenciales de sus dirigentes. No se podía cuadrar el círculo: ni convencer a votantes radicales consuetudinarios que eligieran a listas pobladas por ex peronistas, ni a activistas de izquierda a que votaran por viejos radicales rancios y reformistas. La competencia entre las diversas candidaturas posibles para la próxima elección presidencial -un tiempo, José Bordón y Chacho Álvarez, y después, sobre todo, Graciela Fernández Meijide en el Frepaso; un tiempo, Raúl Alfonsín, Rodolfo Terragno, y sobre todo, Fernando de la Rúa en la UCR- y las rivalidades contables parecían imposibilitar el acercamiento de dos agrupaciones que ya habían sufrido los estragos de la división. Terminó por prevalecer la lógica del dilema del prisionero: aunque cada partido podía beneficiarse en lo inmediato de la "traición" individual, la cooperación entre ambos entrañaba mayores ventajas que la traición simultánea de ambos. Los electorados siguieron volcándose a favor de listas encabezadas por la izquierda en la capital y en la provincia en lugar de refugiarse en un peronismo desvirtuado o en la abstención. Y el mecanismo de selección del candidato presidencial para 1999 asegura una contienda equitativa para los interesados: no todos podrán ser presidente, pero todos podrán competir en condiciones parejas, y puede haber premios de consolación dignos y considerables para los perdedores.

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La lección para otros países es evidente: la unidad resulta bien vista por los votantes, temida por los adversarios y preferible para los rivales. En aquellos países donde ya existe una alianza entre centro e izquierda, como Chile, es indispensable conservarla, aun si las posiciones relativas de cada bloque cambien en su seno. Allí donde está aún por construirse una gran coalición contraria al predominio neoliberal -México, Brasil- es preciso avanzar con los aliados posibles, que no son siempre los aliados ideales. Desprendimientos del PSDB y unificar a la constelación de pequeñas fuerzas de izquierda en Brasil constituyen una de las escasas rutas posibles en Brasil; el costo para el Partido de los Trabajadores, que por ahora no quieren pagar, consistiría en otorgarle a formaciones menores privilegios y lugares mayores; parece paradójico y contrario al patriotismo de partido. En México, a pesar de las apariencias, no existe. más camino que el de la alianza PAN-PRD, tan factible y a la vez contra natura que la de radicales y Frepaso en Argentina o de socialistas y democristianos en Chile. El triunfo argentino es un acicate; la multiplicación de contactos, a través de grupos como el de Alternativas Latinoamericanas, que se reunirá por quinta vez a finales de este mes, justamente en Buenos Aires, es otro. Pero el incentivo principal para la unidad reside en las posibilidades de victoria: nada suprime obstáculos y supera odios y rencillas como la perspectiva del éxito. Quizás ésta sea la mayor ganancia argentina para la izquierda latinoamericana: comprobar que sí se puede ganar, y que vale la pena hacerlo.

Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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