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Diana de Calcuta

Emilio Menéndez del Valle

Óscar Arias -ex presidente de Costa Rica y premio Nobel de la Paz- manifestaba en una intervención pública hace meses que todos hemos de hacernos menos egoístas, menos belicosos y buscar dentro de nuestras almas la debida compasión para con los más pobres de nuestro atormentado planeta. Necesitamos líderes, añadía, que posean una visión clara con la que poder hacer frente a los desafíos que ponen en peligro la paz y la seguridad de la Tierra: pobreza, injusticia, analfabetismo, enfermedad, degradación ambiental, drogas. Tales líderes han de entender que el siglo XXI no puede sobrevivir con la ética del siglo XX.Casi todos los lamentables fenómenos a que alude Arias son tan antiguos como la humanidad misma. Pero es vergonzoso que con los recursos y la tecnología de nuestra época podamos todavía hoy comprobar que el 20% más rico de la población es 60 veces más rico que el 20% más pobre. Que 400 multimillonarios concentran mayor riqueza que la mitad de la población mundial. Una situación tan angustiosa mueve a personas dotadas de sensibilidad y valor a dar un vuelco en sus vidas. Aunque no estuviera pendiente de las estadísticas, la imponente realidad de la India de hace cinco décadas -desgraciadamente, no muy distinta de la de hoy día- movió a Agnes Gonxha Bojaxhiu, ciudadana de origen albanés, a dedicar la suya, rigurosa y sistemáticamente, a los más pobres de entre los pobres. Valiente y sensible, compasiva y misericordiosa, la recién fallecida como madre Teresa, otra laureada de la Paz, dio el paso de volcar su individual existencia al servicio de la comunidad.

Una coincidencia cronológica nos permite contemplar en paralelo la desaparición de Diana de Gales y de Teresa de Calcuta. El extendido sentimiento de pesar por el fallecimiento de la segunda, tras medio siglo de incansable actividad, era previsible. Pero la reacción popular ante el de la princesa de Gales constituye un acontecimiento digno de ser estudiado. Cincuenta años después de que la madre Teresa iniciara su cruzada, el minoritario mundo económicamente desarrollado sigue viviendo igual de bien o mejor, al tiempo que el denominado Tercer Mundo, mayoritario, continúa malviviendo...y muriendo. Sin embargo, en los últimos años, algo diferente está aconteciendo en Europa y la parte materialmente satisfecha del planeta. De manera felizmente creciente -convencidas de que no sólo, o no siempre, lo material justifica la existencia-, numerosas conciencias individuales, en benéfica introspección, asumen que lo personal puede dejar de tener sentido pleno si no se atiende a lo comunitario.

¿Será exagerado incluir a la princesa de Gales en una categoría semejante? Tal vez, pero al menos debemos constatar que durante sus últimos años, con su compromiso con los desvalidos, los enfermos de sida, con los millares de mutilados por las minas, convirtió parte de su tiempo en entrega humanitaria. No quiere ello decir que sea equiparable a la madre Teresa, pero debió hacerlo suficientemente bien para que millones de personas y tantas organizaciones humanitarias lloren su memoria como lo hacen. Sin temor a equivocarnos, de Teresa de Calcuta podemos afirmar que consagró su prolongada vida a ayudar a la humanidad. Constituyendo la prevención y disminución del sufrimiento el principal objetivo de la ayuda humanitaria, de Diana de Gales podríamos decir que contribuyó a ello. Es posible que la congoja de las multitudes ofusque una consideración acertadá del tema. Pero, quizá, el elogio medido de la conducta de la princesa, en unión de la indiscutible loa que la madre Teresa merece, ayuden a mitigar el exacerbado individualismo como único modo de comportamiento que impera en nuestra época. De Diana, una londinense en Hyde Park, dijo: "Es humana". De Teresa, un joven que hacía cola en Calcuta manifestó: "Te sentías mejor simplemente mirándola". Pienso que, si bien en grado diverso, Teresa y Diana deberían pasar a formar parte del acervo ético del siglo XXI.

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