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Alta hostelería

Cuando uno viajaba por ahí -ahora lo hace cualquiera- era frecuente la grata sorpresa de tropezarse, en un buen restaurante u hotel de otro país, con un compatriota, maître, director e incluso eso que los americanos llaman captain bell, capitán de la campanilla, jefe de botones, oficio, el último, desgraciadamente extinguido. En Zúrich, en San Francisco, en Milán, Cuernavaca, Nagasaki, Amsterdam o Toronto es posible que el hombre moreno, vestido de esmoquin o frac, nos interpele en español si hablamos... esa lengua. No es un azar o una peculiaridad, como la de ser torero, sino un prestigio ganado a pulso en tan difícil y competitivo menester.Abundaban los catalanes. De su tierra salían para triunfar, incluso en la capital, donde los mejores se doctoraban en los hoteles Ritz o Palace. En aquel Madrid de los cincuenta ya había plantado una bandera victoriosa Jacinto Sanfeliú, que salta, de la barra del Palace, a crear, por su cuenta, un bar inglés, Balmoral, y un restaurante, El Bodegón, en directa y tenaz competencia con Jockey y Horcher, los indiscutibles. El primero, creado por un genial medio gitano, Clodoaldo Cortés, pasado por el Ritz, maître d´hotel en el Andalucía Palace, antes, y después, Alfonso XIII, de Sevilla; el segundo, un alemán, don Otto, afamado restaurador en el Berlín nazi, del que pudo escapar.

La hostelería de aquellos tiempos se basaba en luna ciega complacencia con el cliente, que por regla general procedía de las zonas privilegiadas de la sociedad. Epoca en que el servidor aprendía del parroquiano y se acomodaba a sus gustos y exigencias. Una de las primeras cosas que hacía el catalán era despojarse del acento, lo mismo que el madrileño abandonaba el deje en la cocina. Había que ser respetuoso, eficiente, aseado, diestro y políglota. Entonces, aquella sociedad -alta, media y baja- discurría por normas propias, específicas, infranqueables e incomunicadas. Un marqués podía beber la cerveza, en público, directamente de la botella, siempre que fuese la única extravagancia entre la total fidelidad al resto de las reglas, duras, intransigentes. A finales de los cuarenta -anécdota bastante conocida- el actor James Stewart fue rechazado como huésped del hotel Ritz, donde no estaba autorizado el acceso a los cómicos. Hubo de intervenir la Embajada de Estados Unidos en Madrid haciendo notar que el señor Stewart, además de ser uno de los actores de mayor prestigio y éxito, era general de la Aviación norteamericana. Esto oí en varias ocasiones, aunque me consta personalmente que residieron, como huéspedes estables, Imperio Argentina y Rafael Rivelles, que ni siquiera estaban casados. Mitología hostelera, sin duda.

Igual que existen varias escuelas de tauromaquia que han redimido al maletilla del azaroso toreo a la luz de la luna y la ordalía de las capeas homicidas -salvando las distancias-, hay varias escuelas, de hostelería en España que intentan, supongo que con fortuna, sustituir y superar a las que monopolizan el aprendizaje en Suiza y en Francia. Vi el otro día, por televisión, un reportaje sobre la que funciona en Madrid, que no es la única, precisamenté en el hotel Ritz. Enseñan y forman a los futuros encargados de albergues, restaurantes y hoteles de calidad. No hay mejor escuela que la práctica, y cabe poca duda de que sea excelente, ya que, además del aprendizaje dogmático y específico, asimilan los alumnos la valiosa experiencia ajena, conseguida de la misma forma, de una en otra generación.

Un joven postulante sintetizaba el meollo del oficio: "Adivinar, por el gesto, la mirada, lo que desea el cliente". Nada menos, suponiendo que éste sepa lo que quiere. Demostración práctica, prueba del nueve por la que se decanta lo correcto de lo zafio: verter el agua o el vino sin apoyar la jarra o la botella en el vaso o la copa. Ser correctos, sin humillarse; eficaces, sin servilismo; discretos, sin familiaridades. Entre las cosas descartadas, cuando el parroquiano muestre cierta impaciencia, no gritarle: "¡Ya va, coño!".

Podemos enorgullecernos de la alta calidad de los hosteleros españoles y madrileños. De ellos se aprenden buenos modales y comportamiento, que antes eran usuales en la buena sociedad, cuando la sociedad era buena.

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