Tribuna:

Medias de cristal

Una vez me había escondido de unos perseguidores bajo el hueco de la escalera de un portal de López de Hoyos, cuando vi entrar a una mujer que realizó en la oscuridad un gesto turbador. Alguien me explicó que se había subido las medias, y luego supe que muchas mujeres lo hacían y que había hombres que vivían, para verlas. En realidad, si encontrabas un sitio lo suficientemente discreto dentro de un portal y permanecías en silencio, tarde o temprano llegaba una víctima que, tras cerciorarse brevemente de que se encontraba sola, se subía las faldas para restituir la liga a la altura canónica del...

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Una vez me había escondido de unos perseguidores bajo el hueco de la escalera de un portal de López de Hoyos, cuando vi entrar a una mujer que realizó en la oscuridad un gesto turbador. Alguien me explicó que se había subido las medias, y luego supe que muchas mujeres lo hacían y que había hombres que vivían, para verlas. En realidad, si encontrabas un sitio lo suficientemente discreto dentro de un portal y permanecías en silencio, tarde o temprano llegaba una víctima que, tras cerciorarse brevemente de que se encontraba sola, se subía las faldas para restituir la liga a la altura canónica del muslo. En dos horas podías ver dos o tres muslos fácilmente. No sucede desde la inmención de los panties, pero aquel gesto ha permanecido en la memoria de muchos de nosotros con una plasticidad semejante a la que hoy apreciamos e n los documentales, del National Geographic.Hace poco comí en un restaurante que se encontraba cerca de aquel portal de López de Hoyos. Habíamos ido varios compañeros de la oficina para celebrar mi ascenso. A los postres, una de las chicas tomó disimuladamente una compresa del bolso y se retiró al servicio. Cuando volvió, me dieron ganas de, decirle que la había visto. Luego, al salir del restaurante, logré que ella y yo nos retrasáramos respecto al grupo y le conté la historia de la mujer que se había subido las medias delante de mí en un portal de aquella calle. La chica era muy joven y habíamos bebido más de la cuenta, así que le hizo gracia la historia y se rió con ganas.

-Antes me he dado cuenta de que te ibas al servicio con una compresa -añadí.

-No era una compresa, era un tampax -dijo ella-. Y tú eres un mirón.

-La verdad, sí -confesé-. Mientras regresabas del servicio descubrí también una avispa moribunda sobre el aire acondicionado. Agonizaba al mismo tiempo que tomábamos. el café. Tuve la impresión de que los movimientos de la realidad no están sincronizados. No logro ver la relación entre la muerte de la avispa, tu tampax y mi recuerdo sobre la mujer que se subía las medias.

-Seguramente no la hay -respondió ella riéndose y separando la cabeza un-poco de mí para contemplarme como si me estuviera descubriendo por primera vez. Nuestros compañeros iban delante de nosotros, hablando a voces.

-Entonces -dije asustado-, si eres capaz de aceptar la falta de lógica de todo lo que nos rodea, quizá no te extrañe saber que estoy enamorado de ti desde hace tiempo.

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Ella no dijo nada, pero percibí una alteración en el ritmo, de sus pasos. Creo que se debatía entre la repulsión y la piedad. Entretanto, llegamos al portal de mi infancia.

-Mira -dije-, éste, es el portal.

Ella observó la oscuridad con un gesto de cálculo Y después me miró con expresión risueña.

-Pasa y escóndete -me dijo-. Ya verás.

No estoy acostumbrado a beber, así que trastabillé y me di un golpe en- la cabeza antes de conseguir ocultarme, debajo de la escalera, junto a un cubo de basura. Enseguída entró ella, observó brevemente el panorama, como para cerciorarse de que se encontraba sola, y luego, escondiéndose detrás de la puerta, se subió las faldas y se cambió el tampax delante de mí. Si los del National Geographic hubiesen estado allí, habrían obtenido unas imágenes preciosas sobre las pautas de comportamiento de un jefe de sección. No olvidaré el breve resplandor de sus muslos, ni los destellós de sus bragas blancas. Tras aquellos segundos que viví a cámara lenta, ella se dirigió al cubo de la basura, donde arrojó el tampax usado rozándome el rostro con el vuelo de su falda. Luego salió a la calle y corrió para reunirse con los demás. Desde entonces, cuando nos encontramos en la oficina, sólo nos decimos buenos días o buenas tardes, pero los dos sabemos que aquel gesto suyo anudó algo antiguo a una cosa actual, dotando de sentido a lo que quedaba atrapado entre un suceso y otro, que era prácticamente toda mi existencia. Ojalá que a ella, cuando tenga mi edad, le suceda algo parecido.

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