El habitante de la M-30

Un alemán sin recursos ha encontrado su hogar bajo la ronda de circunvalación

, Heinrich Markus Koch, alemán, de 41 años, se prepara un café en su hogar. Para sentirse más cómodo se ha quitado los zapatos, ha metido dentro sus calcetines (color burdeos) y se ha sentado junto a la hoguera que calienta la cacerola. Markus, al que el vapor le baila en el bigote, habita en la M-30. Un espacio de humo y cemento al que este alemán llegó huyendo de los albergues municipales donde, según cuenta, le robaron más de una vez. "Me desperté un día con una navaja en la nariz y decidí no volver más", recuerda Markus.Es mediodía y la lluvia que una hora antes peinaba el lugar ha amain...

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, Heinrich Markus Koch, alemán, de 41 años, se prepara un café en su hogar. Para sentirse más cómodo se ha quitado los zapatos, ha metido dentro sus calcetines (color burdeos) y se ha sentado junto a la hoguera que calienta la cacerola. Markus, al que el vapor le baila en el bigote, habita en la M-30. Un espacio de humo y cemento al que este alemán llegó huyendo de los albergues municipales donde, según cuenta, le robaron más de una vez. "Me desperté un día con una navaja en la nariz y decidí no volver más", recuerda Markus.Es mediodía y la lluvia que una hora antes peinaba el lugar ha amainado. Markus, contento, retuerce en el aire los dedos de los pies mientras hunde su mirada en el agua verde del Manzanares. Parece feliz. Alrededor de su hogar se levanta, como un puñetazo de hormigón, la M-30 a su paso por la glorieta de San Vicente, muy cerca de la carretera de Extremadura. El lugar, situado por debajo de la ronda, es un terraplén a orillas del río. Entre la maleza y los desperdicios, Markus ha abierto un claro. En ese hueco, desde el que se divisan las entrañas masivas de la ronda de circunvalación, el hombre dispone de mucha intemperie y una olvidada fuente, donde se lava, cocina y peina.

"Aquí, en el suelo, se duerme bien, no hay humedad", dice Markus, mientras vierte café en una taza. El hombre habla de su entorno sin preocupación, con una tranquilidad que llega hasta el punto de afirmar que ni siquiera le molesta el rugido de los coches que pasan por encima de su cabeza. ¿Seguro que no le molestan? "Bueno, la verdad es que me molesta el ruido de los patos por las mañanas. Eso sí que no lo soporto".

Por las noches, según cuenta Markus, el lugar se puebla de pequeños traficantes y yonquis. No se prodigan mucho allí. Sólo el tiempo suficiente para vender o comprar su mercancía, de modo que sobre la una de la madrugada ya no queda casi nadie, únicamente algunos espectros que no saben adónde ir. Pero a Markus, que duerme y desayuna con un compatriota, no le suelen molestar. "Estamos cerca de una obra donde hay vigilantes y no se atreven con nosotros".

Al despertar, con la luz fría del alba, Markus se limpia la cara en la fuente, moja sus pies y prepara café. Luego se lanza por el laberinto de la ciudad. Aunque recibe una pensión por invalidez del Ejército alemán, no desprecia las limosnas que le brindan las puertas torrenciales de los grandes almacenes. A veces, también vende las figuras de fantasía que fabrica con cerillas. A la hora de comer vuelve a su hogar -las patatas, la mostaza y el tomate los guarda en un puchero sobre unas piedras- y, luego, nuevamente, se pierde por las calles. Otros días, en cambio, se siente hogareño prefiere quedarse a la orilla del Manzares, bajo la M-30. Tomando café.

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