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La importancia de llamarse tal

A medida que crece el individualismo crece la importancia del nombre. Uno ya no es según una casta, una religión, un clan, un pueblo, una familia o un equipo. Todo lo que posee como marca de identidad es el nombre. Hasta el mundial de fútbol en Estados Unidos los jugadores no llevaban sus nombres inscritos en las camisetas, pero ahora el diseño incluye siempre la designación.El baloncesto fue pionero en esta práctica, como deporte radicalmente norteamericano, alto como sus rascacielos, lleno de castigos por roces entre los jugadores o personales que podrían hacer confundir, por invasión del cerco del otro, el territorio confinado de la intimidad. El monumento en Washington a los muertos en Vietnam no es una alegoría que recoja a los miles de muertos sino miles de nombres, uno a uno, que reciben su recuerdo individualizado en un aglomerado de pluralidad.

Siempre, por oleadas, han existido nombres de moda, dé acuerdo con el cine, los nobles del Hola, los ídolos del espectáculo o del dinero. Ahora, según recogía hace una semana Alfonso. Ussía en ABC, el afán por señalizarse ha llegado a una fase de alta exasperación. Tomados de la sección de natalicios de un diario de Las Palmas, Ussía daba una relación de nombres escogidos para los últimos bebés que recorrían invenciones como Ylenia, Lara, Yanira, Tara, Daida, Selene, Kiara, Kenia, Kilian, Kevin o Issufi. Ser diferente representa ya no sólo un largo proyecto de desarrollo biográfico, sino la ratificación de la singularidad genética en el momento de nacer.

Sentir el, nombre, acertar con el nombre y, todavía más, disfrutar si llega él caso del contenido del nombre, puede relacionarse, en otros niveles, con el éxito que en estos momentos consigue Luis Carandell con su libro El Santora. Durante varios años Carandell ha divulgado sustanciosas historias sobre santos en sus programas de Radio Nacional. Parecería, a simple vista, una memoración añeja, pero basta comprobar el interés que han despertado sus historias de santos y su actual volumen para intuir que cada cual desea ingresar más adentro de su etiqueta y encontrar la médula a su denominación.

El libro de Carandell trae a la contemporaneidad, con el sortilegio de 365 florilegios piadosos, una caterva de prodigios que hacen de Lorenzo, Julita, Macario, Hugo, Rita o Paco un caudal de asombros. Un santo, por ejemplo, manifiesta su santidad estando en la cuna porque desde ella alza el bracito y bendice a sus parientes. Otro niño de pecho se niega a mamar los viernes, por ser días de ayuno y abstinencia. Un mártir, que acaba de ser decapitado, toma su cabeza con las manos y la lleva al lugar preciso donde quiere ser enterrado.

En el libro hay además historias de leones que cavan fosas para sepultar al penitente; peces que asoman la cabeza del agua para escuchar el sermón de un beato; abades, futuros santos, que permanecen arrobados escuchando a un pajarillo durante trescientos años.

Los milagros de El Santoral devuelven un nuevo milagro al nombre. No somos más súbitamente afectados que cuando se nos menciona, no nos sentimos más contrariados que cuando alguien yerra al llamamos. Con ese error nos enfría tanto como, con su acierto, nos anima. Hay santos en el libro de Carandell que cuando oran desde su identidad se encienden de tal manera que los que están a su lado en la iglesia no pueden sufrir el calor que su cuerpo despide. El nombre es incandescente. Desde él amamos y el amante nos ama sin necesidad de decir más. Si alguien todavía no ha encontrado entre el barullo de los patronímicos sin relieve la relevancia propicia para un futuro descendiente, Carandell proporciona, con meticulosa información, las sagradas raíces de los nombres celestes.

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