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Una cierta dificultad de ser

La ciencia va descubriendo, cada vez con mayor precisión y grandeza, la urdimbre de la naturaleza y del hombre. Un éxito que ha favorecido la creciente secularización del mundo y ha ido arrinconando al hombre religioso, en cuya forma de vida predomina "la búsqueda del supremo valor de la existencia espiritual". Ese mundo racional que ha logrado ya dibujar el genoma humano, perseguir las últimas partículas elementales -aunque luego se vayan desdoblando en otras más elementales aún- y viajar en el tiempo pasado hacia los primeros nanosegundos de existencia del universo, ha encendido el orgullo del hombre actual que cree, con nueva fe de carbonero, que esa maravillosa ciencia moderna -que, por su complejidad, sólo la comprenden de verdad, cada uno en su barrio científico, los especialistas- va a desvelar todos los misterios de la vida y resolver todas las angustias de la condición humana. Sin darse cuenta ese hombre nuevamente primitivo de que "lo último será siempre incierto y lo cierto penúltimo", como nos prevenía Aristóteles.En ese mundo petulante y hostil a cuanto signifique auténtica espiritualidad, ser cristiano es un problema sobre el cual ha dado Pedro Laín recientemente un curso de siete lecciones, organizado por el Colegio Libre de Eméritos, al que he tenido, una vez más, la suerte de poder asistir. No sé yo si Dios existe o no, por muy necesaria o plausible que parezca su existencia, pero, de cuando en cuando, algún acontecimiento -la muerte o la desgracia de un ser querido o estimado, la indignación ante las bellaquerías de tanto desalmado, o el ver maravillado que alguien entrega su vida por lealtad o por fe, como estos días nos lo han mostrado los misioneros maristas en Zaire- nos renueva ese afán de ultimidades que, a mayor o menor profundidad del alma, todos llevamos dentro.

"Pienso", explicaba Laín, "que desde las primitivas comunidades cristianas -Roma, Corinto, Éfeso, Salónica- hasta los católicos, protestantes y ortodoxos del siglo XX, todos los cristianos han coincidido en sus creencias esenciales -en un Dios increado y creador omnipotente, en Cristo, Dios y hombre verdadero, y en las tres personas de la Santísima Trinidad- aunque, como decía santo Tomás, Ias palabras varíen, pero no lo dicho en ellas".

Justamente, el cristianismo surgió en la crisis del mundo antiguo, al desmoronarse los viejos dioses y agotarse el pensamiento helénico, como una nueva y esperanzadora explica ción de la realidad del mundo. Durante varios siglos -Laín lo para en el año 1700-, el cristiano pudo vivir en su tiempo y en el mundo, pero, cuando este se ha secularizado y el hombre do minante ve al cristiano con son risa compasiva si no es con franca hostilidad, el cristiano actual se siente desgarrado, es cindido entre lo que tiene, quiera o no, de hombre moderno y su voluntad de ser fiel, en frase de Ortega citada por Laín, "a la otra parte efectiva de su ser, que es su fe religiosa. Esto significa que el destino de ese católico es en sí mismo trágico. Y al aceptar esa porción de inautenticidad cumple con su deber". De cierta manera -añado yo-, siente, como Fontenelle en los estertores de su vida centenaria, una cierta dificultad de ser.

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Es difícil, en efecto, ser cristiano en el momento actual de Occidente. La secularización de la vida pública -fue señalando Laín-, el laicismo en la enseñanza, el aborto, la regulación de la natalidad, la eutanasia, la trivialización de la vida, el hedonismo, la tecnificación ascendente de la vida, etcétera, son retos considerables para el hombre religioso, esto es, religado a unas determinadas creencias.

Pero esa cierta dificultad de ser cristiano, y el que a los demás no les satisfagan ya las explicaciones de la doctrina cristiana, se complica por estar viviendo una crisis histórica, que afecta tanto a los creyentes como a los incrédulos de Occidente. Santa, Teresa, sin duda, la veía venir cuando se lamentaba: "¡Oh, válgame Dios, qué vida tan miserable! No hay cosa segura ni cosa sin mudanza". Y quizá nuestro gran Ramón lo ha expresado más llanamente: "Ha sucedido lo peor que podía suceder, que se ha embarullado la vida".

La única solución para Laín es negar que Ios otros" sean el infierno, como pontificaba Sartre, sino nuestros prójimos, y compartir la creencia mutua en la amistad y el amor. Si no salvamos al otro, si no le ayudamos a alcanzar su propia plenitud, no nos salvamos a nosotros mismos: el cristiano de no ir al cielo, y el agnóstico y el ateo de hacer inútil su paso por la Tierra. Tenemos cerca -concluía así Pedro Laín su espléndido curso- admirables ejemplos de amistad entre hombres religiosos y hombres simplemente espirituales: Maragall y Unamuno, Jean Guitton y Althusser, Meriéndez Pelayo y Galdós. Porque la amistad verdadera -lo expresó el mismo Laín en otro lugar- "es un cisne negro, como dijo Kant; un mirlo blanco, como más sobriamente solemos decir los españoles: un cisne o un mirlo siempre amenazados por la enfermedad y la muerte -aunque no dejen de ser inmortales la intención y el nervio que un día dieron vida a las amistades muertas-, gracias a los cuales posee su mejor sal la vida del hombre sobre la Tierra".

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