Una isla en Castilla

Las obstinadas proezas de trabajo generoso y simple buena voluntad de los, vecinos de Abarca de Campos me hacen acordarme de las aventuras de aquellos náufragos de Julio Veme que edificaron entero el mundo casi desde la nada en una isla de Pacífico sur que yo nunca logré encontrar en mis atlas escolares por dos razones igualmente injustas: la primera, porque la erupción de un volcán la había sepultado bajo las aguas; la segunda y más triste, porque aquella isla de Lincon nunca existió. Abarca de Campos se la imagina uno como una isla sin mar en la gran llanura castellana, uno de esos. pueblos que parecen ir cumpliendo gradualmente su destino de sumergirse de regreso en la tierra Sobre la que fueron construidos y con la que fueron hechos. En el curso de un viaje por la España interior no hay melancolía más fuerte que la de esos pueblos que primero se han quedado sin habitantes y poco a poco se quedan también sin casas_. Los edificios, hechos con los materiales de la tierra, se disgregan para ser tierra otra vez, los techos y los bardales se hunden, y uno comprende que al cabo de no mucho ese pueblo fantasma será apenas un montículo en el vacío desierto de la España rural.Si ciudades enteras, palacios, templos, llanuras de regadío y fertilidad inagotable desaparecieron hace milenios en Mesopotamia sin dejar prácticamente nada, ¿qué puede quedar de una aldea de Castilla, junto a un canal tan destinado al abandono como los dé Babilonia, sin más monumentos que un palacio abandonado, una iglesia sin. nido de ciguenas y una fábrica de harinas, una de esas fábricas de ladrillo de finales del siglo XIX que tienen ya un recuerdo de arquitecturas levantadas en los desiertos de Oriente, de torreones y muros como los de Samarkanda?
Pero lo inevitable no sucede si unas cuantas personas con imaginación, destreza y buena voluntad. se empeñan en disentir de su fatalismo. Vivimos casi todos reblandecidos por lo que el gran Robert Hugues llamó la cultura de la queja, intoxicados por el hábito individual y colectivo de quejamos de todo y no considerar nunca que también a cada uno de nosotros nos cabe una responsabilidad en el estado de las cosas. Como niños histéricos de tan mal criados, nos acostumbramos, a buscar un Culpable o una coartada para cada cosa que no hacemos, y nuestra protesta de privilegiados es tan estéril como nuestra inactividad y nuestra palabrería.
Pero sin duda todo iría mucho peor si no hubiera por ahí un cierto número de personas como los 50 vecinos de Abarca de Campos. Lo normal entre nosotros es no hacer. nada teniéndolo todo. Lo que hacen los pioneros de esta isla del norte dé Castilla es justo. lo contrario, no tener casi nada y hacerlo todo, con la inteligencia, con las manos, con el entusiasmo, detener la ruina, cancelar el desierto, restablecer el perfil de una torre y hacer que suenen otra vez campanas en ella y que vuelvan a anidar las cigüeñas. Todo con una ayuda oficial de cinco millones de pesetas. Ese dinero, en los añorados fastos culturales del 92, no daba ni para una mariscada.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.