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Tribuna
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Un profesor diferente

Fernando Savater

De entre todos los profesionales que hoy nos dedicamos a la filosofía moral soy quizá uno de los que menos vinculación filosófica tuvo con Aranguren, pues parto de presupuestos no sólo alejados, sino parcialmente opuestos a la tradición cristiana. Ni siquiera gocé de la ocasión de ser, si no discípulo, al menos alumno suyo: precisamente un año antes de que yo cursara ética en la Universidad Complutense fue privado de su cátedra por la majadería autoritaria entonces infelizmente reinante. Por supuesto, la lectura de sus libros y artículos me ha enriquecido mucho a lo largo de los anos con inspiraciones afortunadas (por ejemplo, su antología de Unamuno para Fondo de Cultura Económica, con una introducción muy sugestiva que inició en gran medida mi apego por don Miguel), pero no es esto lo que ha constituido el núcleo central del aprecio y gratitud que siento por Aranguren.Otra cosa más bien: su talante -la palabra le pertenece- a la vez abierto y firme, sus chispas de travesura sobre el fondo de una seriedad que no necesita revestirse de repones fúnebres y altos coturnos para tratar los asuntos esenciales. Aranguren fue lo opuesto a tantos doctores de mi gremio, cuya irrelevancia congestionada pasea su nimiedad ahuecando el tono de falsete académico para que parezca que transpiran sabia dignidad por cada poro mal duchado de sus personas. Una reciente experiencia -la oposición de un amigo, maltratado por burócratas- me ha convencido de que el disco duro de nuestras humanidades universitarias sigue estando programado para la falta de imaginación y el caciquismo, como siempre. A lo largo de los años, Aranguren fue para muchos de nosotros el vivo ejemplo de que es posible otra universidad, otra enseñanza y otra dignidad docente. Ahora que ya no está le agradezco su aliento y también que un día caminase, a la cabeza de muchos de nosotros y por la avenida Complutense, hacia lo gris: contra lo gris.

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