_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La sucesion de san Pedro

Cuando el odiado papa Alejandro VI bajó al fin de la cátedra de San Pedro para entregar su alma probablemente al infierno, su rival y sucesor, Julio II, que tanto había ambicionado el anillo del Pescador y tan elevados caudales había consumido en sobornar a los príncipes más influyentes de la Iglesia, se ciñó enérgicamente la tiara para dirigir uno de los periodos más brillantes del papado. Bailaba Della Rovere sobre la tumba de Borgia revestido de pontificial. Duro gobernante, fino esteta, tan ávido en dejar huella de su gloria como indiferente a la miseria de sus Estados, proyectista minucioso de su propio mausoleo, testarudo contertulio de artistas eminentes y cumplidor escueto de sus obligaciones de devoción, sus obsesiones aún se rentabilizan bajo forma de cotizaciones de entrada y puestos de trabajo en los museos, como quien abandona el último suspiro del alma a la incesante actividad de los operadores turísticos. Si el papado anterior se había visto salpicado por la sombra del crimen, bajo el signo del veneno y las elaboradas tentaciones del incesto, nada deja sospechar en Julio II otra ambición que la munificencia de su obra. Hubo que esperar 400 años la llegada de Benedicto XV, aquel pontífice de manos de panadero, solideo espeso, hipócrita humildad y orejas como pizzas, para que el reflejo especular de la grandeza vaticana se rebajase a la más miserable y pacata degeneración. El imperio electivo más antiguo de la Tierra, avalado por dos mil años de sórdidas intrigas, luchas de facciones, tránsitos inesperados, se veía así reducido a la condición de conventículo mojigato dedicado a la impresión de estampas y piadosa edición de misales. Sólo el apasionado cónclave que eligió al Papa polaco contra aquel cardenal B... (tan reputado por su habilidad diplomática como por su colección de coches de carreras) devolvió al Vaticano algo del esplendor maquiavélico de antaño. Años después, la doctrina de la cátedra de San Pedro descansa en la pintoresca costumbre de que su titular bese el hormigón de todos los aeropuertos de la Tierra, y vive en el sopor senil de su más lánguido pasado decimonónico, cuando la mayor ambición espiritual del cristianismo consistía en apartarse de los mendigos borrachos y rezar el santo rosario. Pero no dudemos de que volverá a surgir el brazo de hierro y el pico de oro por cuya gracia la sucesión de san Pedro será de nuevo implacable y gloriosa, aceptando de antemano la posibilidad de que sus almas se puedan condenar.No creo que haya nada comparable en la tradición occidental a la ambigüedad y virulencia institucional de las sucesiones vaticanas, nada que ni de lejos tenga relación con el espíritu de la Iglesia según las lecciones de historia. La violencia de las elecciones papales, con su cónclave de cardenales secuestrados y su cortejo de inconfesables secretos, nunca ha inspirado al mundo político más allá de las discretas reuniones de baronía en alguna residencia privada o en algún parador nacional, y se comprenderá que no hay parador comparable al laberinto de las estancias vaticanas, ni domicilio personal que alcance la altura de palazzo romano. Por lo que, en resumen, y concluyendo este sucinto examen pontificial, nada hace suponer que la sucesión de Felipe González en la dirección de su partido se plantee en parecidos términos. Y aún más, teniendo en cuenta que se trata de un hombre de 53 años, todo hace pensar, cualquiera que haya sido su ambición y su fracaso, que, si bien ha podido condenar su alma, la elección todavía puede estar de más.

.Costumbres de pueblos más aislados que el nuestro nos hablan de otro sistema de transmisión de poderes por el sencillo y nutritivo expediente de la antropofagia. Tribus que la arrogancia de Occidente se atreve a calificar de atrasadas, cuando comparten con nosotros millones de años desde la evolución de ciertos monos sobre el planeta y sólo nos separan de ellas unos pocos siglos de evolución política, aplican en sus antiquísimas constituciones el no del todo descabellado procedimiento de comerse al rey, cuando el rey está cansado y ya se le ha encontrado sucesor. Elegido por comité federal de brujos y guerreros, el jefe de la tribu es el depositario de la fuerza y del conocimiento, de la mano de hierro y del pico de oro, en tanto no se advierta que sus capacidades flaquean y sus resultados dejan que desear. De cualquier modo, mientras tanto, el jefe engorda. Obeso y aislado, poco o nada participa en el apacentamiento del ganado o la recolección de frutos. Brujos y guerristas forman su consejo más cercano, repartiéndose las áreas de influencia, disputándose las inconfesables ventajas del poder. Cuanto más gordo esté el jefe mayor es su propia libertad de movimientos. Vigoroso aún, y en la flor de la madurez política, tanto por el desengaño y los fracasos como por haber catado ya con impudicia de todos los alimentos, el escepticismo del jefe sólo es comparable a la desconfianza de ver cómo y quiénes le engordan. Hábiles maniobras de palacio le mantienen con vida. Férreas decisiones le salvan. Pero su obesidad se hace odiosa al tiempo que atrae la saliva a los labios. El pensamiento mágico supone que el derramamiento de su grasa sobre el partido proporcionará nuevo vigor y quién sabe si cuantiosos beneficios a sus miembros. El reglamento de la tribu es implacable y exige el banquete final.

Existen otros sistemas de transmisión de poderes dentro de círculos cerrados de individuos, entre los cuales se cuenta el rígido escalafón aplicado en los ejércitos y aquella plácida vía que consiste en dejar libre juego a la ineludible renovación biológica y generacional dentro de las sociedades patriarcales. Ello no supone, pues, enfrentamientos eclesiásticos o meriendas de negros, pero hay que reconocer que la inventiva humana despliega escasa imaginación entre el cónclave y el banquete, cualquiera que sean sus símbolos, hasta el punto de que Borgias y Roveres, brujos y guerreros, forman la tipología difílcilmente evitable de los conflictos de sucesión dentro de un clan. Desearía el rey salvaje que se prolongara la vida de su reinado en la práctica de la sinceridad y el ascetismo. Optaría el pontífice por construirse un soberbio mausoleo que proclamara su buen gusto y su grandeza y ocultara sus restos mortales y su debilidad. Pero si los brujos más eficaces del partido y los príncipes más intrigantes de la Iglesia ya no creen en ello, ¿de qué sirve? El prestigio de besar aeropuertos de la Unión Europea ya no suscita resultados. ¿Y si expiaran la escasez de la cosecha electoral y la mala gestión de la tribu comiéndose al jefe? Al cabo lo harán.

Manuel de Lope es escritor.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_