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Corrupción y sociedad

El denso debate que nuestro país está viviendo por obra de los recientes casos de corrupción aparecidos en nuestra vida política y económica anda mereciendo serias reflexiones que, a mi entender, se ciñen a la conexión entre el fenómeno de la corrupción y el terreno jurídico, la responsabilidad de un partido-Gobierno o, incluso, algunas peligrosas conexiones con el mismo régimen establecido. Con el régimen democrático. Pero poco se ha dicho sobre lo que nos parece el núcleo fundamental del problema. Los indiscutibles lazos que unen la corrupción con los rasgos de la actual sociedad española. Ahí, mucho más que en ningún otro lugar, radica lo complejo y, a la vez, lo grave del asunto.En el Libro VII de la Política, cuando Aristóteles analiza las medidas necesarias para asegurar la permanencia de los regímenes políticos, destaca la máxima importancia de "la educación de acuerdo con el régimen, que ahora todos descuidan". Y añade el estagirita: "Porque de nada sirven las leyes más útiles, aun ratificadas unánimemente por todo el cuerpo civil, si los ciudadanos no son entrenados y educados en el régimen, democráticamente si la legislación es democrática, y oligárquicamente si es oligárgica". Pese a la conocida relatividad aristotélica sobre las formas de gobierno, estas palabras apuntan a algo que "todos parecen olvidar". Para que se pueda hablar de una democracia y, sobre todo, de una democracia estable, Consolidada y con visos de perdurabilidad, tiene que existir, sobre todo, una sociedad democrática. Todo un axioma para gobernantes y gobernados. Algo que no aparece en los textos constitucionales, pero de lo que, por paradoja, acaba dependiendo la misma vigencia de cualquier constitución.

En la moderna ciencia política, esta empresa se ha dado en llamar socialización política. Sin ella, de poco valen los entramados jurídicos de la naturaleza que fueren. Y uno de los ingredientes básicos de una sociedad democrática es la existencia de una cultura cívica, sobre cuyo contenido también ha corrido abundante tinta desde la conocida obra con dicho título de Almond y Verba.

Ahí está nuestro punto de partida. Para quien cree que ninguna empresa política tiene valor superior al de la vida humana, acaso sea posible afirmar que en nuestro país fuimos capaces de hacer una buena transición, pero nos ha quedado poca fuerza para hacer también una buena democracia. Tuvimos el gran acuerdo de transitar del autoritarismo a la democracia sin trauma, sin revanchismo, sin sangre. Surgió un texto constitucional de consenso que ahí sigue. Y un entramado de instituciones, reglas de juego y hasta una nueva estructuración del Estado que siguen caminando como pueden. Me jor o peor.

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Pero creo no equivocarme al afirmar que eso era lo más fácil. En realidad, desmontar el aparato ideológico del franquismo resultaba algo facilitado por la misma debilidad del mismo. El franquismo nunca tuvo una ideología seria, bien estructurada y construida sobre presupuestos sólidos. El llamado Movimiento Nacional, que incluso hasta el final conoció la disyuntiva entre movimiento-comunión y movimiento-organización, no tenía como asidero intocable más que la inquebrantable lealtad al caudillo fundador. Como acaso no tenía otro objetivo tan claro como el de la permanencia, por encima de todo y de todos. El resto fue un débil conglomerado con aportes de una Falange descafeinada, de "catolicones" (por utilizar la expresión de la época), algo de tradicionalismo y, en la etapa final, de tecnocracia que, además, es lo contrario de la ideología. Nada o poco más. De aquí que resultara fácil cambiar el aparato ideológico y asumir la nueva estructura política.

Lo importante, lo difícil, era y sigue siendo lo otro. La mentalidad. La forma de ser y actuar de la propia sociedad. Los valores que originan pautas de conductas. La gran conquista de una auténtica sociedad democrática, con todo lo que ello supone..

La democracia, nos recuerda Jean Lacroix, no es tanto un sistema o una doctrina. Es, sobre todo, una forma de ser con los demás, un estilo de vida personal y social. Y el maestro Burdeau llegaba a más: "La democracia es hoy una filosofía, un modo de vivir, una religión y, casi accesoriamente, una forma de gobierno". O mucho me equivoco o nos hemos quedado casi exclusivamente en lo de la forma de gobierno, olvidando todo lo demás. Tenemos un régimen democrático y lo que ello supone: legitimación popular del poder, garantía de derechos, control del gobierno y posibilidad estructural de alternancia. Pero ¿hay de verdad entre nosotros una auténtica sociedad democrática? Para mí que su conquista sigue siendo asignatura pendiente en la que, por desgracia, poco empeño han puesto gobernantes, partidos, asociaciones, educadores, etcétera.

Y viene la consecuencia. Con una sociedad que no ha terminado de asumir los valores de la democracia y cuya cultura cívica sigue siendo sumamente endeble, los fenómenos de corrupción están llamados a aparecer. Bien visto el tema, no son sino manifestaciones, oportunidades que se han producido precisamente porque en el entramado social hay cosas que se ven como "normales". Llegan a ser noticia y piedra de escándalo bien por el relieve de sus protagonistas, bien por la fuerza o el eco de la denuncia. Pero no por el hecho en sí. De ahí el escepticismo ciudadano a la hora de enjuiciarlos: "Todos son iguales", "ahora lo hacen unos y mañana lo harán otros". Y hasta lo que, de verdad, descalifica todo juicio. Eso de "claro que si yo hubiera estado en su lugar, hubiese hecho lo mismo". Lo que molesta es que lo hagan los demás. Sobre todo, los del partido contrario. Pero, en el fondo, si a todos se permitiera hacer lo mismo, el "asunto" ya no sería tan grave.

Y, precisamente, es cuando lo es en democracia. La cultura cívica enseña a no engañar al Estado, teniéndolo como algo propio. Y aquí, desde los años de estraperlo a los fraudes en la declaración de la renta, ha habido una continua tendencia: al Estado siempre hay que intentar engañarlo. Como el amiguismo impera en todos los sectores de la vida social y el tráfico de influencias resulta moneda común en el toma y daca de la vida cotidiana. "A los amigos, lo que quieran". Y "hoy por ti y mañana por mí". Con un alto grado de cultura cívica, uno pudo comprobar durante su primera estancia de investigación en una universidad norteamericana algo insólito en nuestros lares. En plena realización de un examen escrito, un estudiante denunció ante el profesor el proceder de otro compañero que se estaba copiando. Porque "traicionaba la confianza depositada" y, naturalmente, rompía el supuesto de igualdad en el punto de partida. Por contra, nuestro sistema educativo es posible que arroje el mayor y más "ingenioso" repertorio de medios para engañar al profesor, como bien sabe quien a estos menesteres se dedique. Y, por supuesto, nadie denuncia a nadie. Sería algo socialmente peor visto: un chivato. Como hacer contrabando en artículos de esto o aquello nunca ha estado mal considerado. Y como, en una sociedad cívicamente educada, recomendar a alguien es avalar unos méritos reales. Entre nosotros, el mismo verbo significa justamente todo lo contrario: pedir algo para alguien que no lo merece. Los ejemplos podrían multiplicarse. Y están ahí. Ahora con muchos ordenadores y mucho fax por medio. Pero el macizo de nuestra forma de ser y comportarnos ha llegado a engullir incluso al avance tecnológico.

Podremos llenar el país de comisiones de investigación. Y caeremos en el error de pensar que, por obra de no sé qué, sus componentes se convierten de pronto en seres angelicales, libres de presiones, acuerdos o compromisos políticos. Podemos inventar la figura del arrepentido y siempre habrá quien exclame aquello de sí, "pero que le quiten lo bailao". Y hasta andan proliferando asociaciones de muy dudosa legalidad dedicadas a la denuncia por la denuncia. Por ese camino convertiremos nuestro solar patrio en un inmenso juzgado de guardia abarrotado de presuntos o menos presuntos. Pero nada más. La corrupción seguirá teniendo bien abonado el terreno propicio a su aparición.

No es ése el camino. La solución debe caminar por senderos bien distintos. La plena asunción de unos valores que lleguen a formar parte de nuestra forma de pensar y actuar. La aceptación de la diferencia, el valor del diálogo, el sentido de la responsabilidad, la condena de la mentira, la primacía de las virtudes públicas como predicara el recientemente fallecido maestro Dahrendorf, etcétera. Sin esto, todo será mero parche. Podrá caer algún corrupto que otro. Pero ni habrá auténtica democracia, ni se podrá hablar de cultura cívica, ni dejaremos de ser un país de pícaros. Como siempre. La asignatura seguirá pendiente.

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.

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