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El optimismo europeo

Acaba de publicarse un libro fundamental: Esperanza en tiempo de crisis, de Pedro Laín Entralgo. En sus páginas asistimos al recorrido por el pensamiento en tomo a la esperanza de nueve egregios intelectuales. El autor va llevándonos a la evidente conclusión de que la esperanza, de índole diversa, pero siempre viva, ahí está, patente para todos nosotros, innegable, convincente. Aquellas mentes supieron superar muchos y muy variados avatares históricos, casi siempre, o siempre, adversos, para, a pesar de todo, apuntalar su fe en la vida trascendente, en el porvenir de ellos mismos y, por consiguiente, de la Europa de su tiempo. Naturalmente, huelga decir que la disección analítica lainiana es, en todo caso, rigurosa, clarísima y, por eso mismo, reveladora, hondamente reveladora.Desde la esperanza biográfica, pasando por la histórica, y asimismo la que Laín denomina transbiográfica y transhistórica, aquellos autores siguen ofreciéndonos hoy sus hallazgos especulativos y, cómo no, sus propias experiencias, siempre transfiguradas en respuestas positivas -el sí a la esperanza-, incluso en el caso, tan inquietantemente ambiguo, de Sartre, cuyos planteamientos ontológicos iban por un lado, y el comportamiento personal, por otro. Incluso en ese caso -lo advierte Laín-, el hombre "no puede no esperar". Hasta aquí, pues, el meollo del libro que comentamos. Pero es necesario subrayar otro aspecto de los análisis lainianos; a saber, su dimensión tonificadora.

Ésa es su más subida virtud y su ejemplar lección.

Con todo, alguna inquietud se desprende de la lectura de Esperanza en tiempo de crisis. Por de pronto, los meditadores estudiados -salvo uno, Moltmann- han fallecido en fechas ya un tanto lejanas. Unamuno, en 1936; Ortega, en 1955; Jaspers, en 1969; Bloch, en 1977; Marañón, en 1960; Heidegger, en 1976; Sartre, en 1980, y Zubiri, en 1983. Pero desde esas fechas hasta hoy, muchos y muy radicales aconteceres han marcado y desviado la vida comunal de los europeos. El definitivo, por las inesperadas consecuencias a que dio lugar, fue la caída del muro de Berlín, en 1989. Y con ella, por supuesto, el desmantelamiento y el derrumbe del marxismo, el final de la llamada guerra fría, el rebrote de viejos y casi aplastados nacionalismos, la situación de universal menesterosidad económica, etcétera. Entonces parece legítimo preguntar: ¿persisten ahora los mismos motivos para la esperanza y, sobre todo, para el optimismo? Porque el optimismo, como realidad intrapersonal, ya no es algo que rebase al individuo, sino la condición inexcusable, el terreno sobre el que habrá de implantarse la esperanza. Un optimismo antes de nada psicológico y, al socaire de su posible efectividad, otro de tipo metafísico. En rigor, creencial.

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Sigamos preguntando: ¿cómo es en la actualidad el talante, el temple anímico de los habitantes de la vieja Europa? ¿Se anula la esperanza o quizá se nos aparece como atenuada por los rigores y las insuficiencias comunitarias? Pienso que no. Evidentemente, no vivimos en "el mejor de los mundos posibles". Aquella vieja sentencia según la cual el optimismo proclama entusiasmado su delicia, mientras que el pesimista, por su parte, teme que "eso sea así", constituye una ironía que se instala decididamente en la estéril esfera del nihilismo. No. No nos consideramos dichosos, pero, al tiempo, tampoco nos estremece la idea de que, alcanzada una cuota general de bienestar y felicidad relativos, ello vaya a hacemos desembocar en el túnel sin salida del aburrimiento y la necedad.

El optimismo que yo atisbo en el horizonte europeo no se inscribe en esa gris monotonía de lo cotidiano, de lo vulgar e iterativo. Es un estado de espíritu que va más allá de esa mostrenca posibilidad. Alain afirmaba que el pesimismo, es cosa del humor y el optimismo lo es de la voluntad. Y en esto, en ese voluntario y denodado esfuerzo por salir de la crisis, es en lo que puede auscultarse un latido, quizá leve, pero seguro, de la tensión creadora e incitadora del ámbito colectivo. Los testimonios que Laín aporta poseen, a mí parecer, dos líneas de fuerza que definen el campo magnético del ser de Europa. Por un lado, su realidad como ejemplo, como modelo. Por otro, su capacidad de aguante. No importa, pues, que la mayoría de esas insignes cabezas hayan desaparecido a destiempo. Importa, y de manera considerable, que lo que ellas nos han dejado en sus testimonios escritos y en la órbita de sus particulares biografías contenga, como contiene, capacidad de persistencia, o, lo que es o mismo, propiedad de resonar y seguir resonando en nuestra intimidad.

La voluntad europea es ahora, en nuestra época, empresa cultural y, en básica medida, tarea política. Ya estamos al cabo de la calle. Pasaron los tiempos en los que la furia discursiva de Bernanos sentaba casi como un dogma que el optimismo es una falsa esperanza para uso de cobardes e imbéciles. Nada de eso. La esperanza actual, la apertura indiscriminada a la existencia, exige, pide enérgicamente valor y agudeza de ingenio. Dos cosas que ahora, ahora mismo, y a pesar de tantas apariencias contrarias, unos y otros, imitadores y sociólogos, ensayistas y políticos, desarrollan con denodado sacrificio y con afán de acierto. Y, por descontado, con un despliegue inusitado de paciencia, de firme paciencia. Eso que Bernanos vituperaba desde su excesivo y patético temple era sólo eso, lo que él mismo calificó como "falsa esperanza". La esperanza auténtica no consiste en elaborar imágenes más o menos luminosas, más o menos deslumbrantes. La esperanza auténtica estriba en adherirse a lo que hay y en tratar de extraer las posibilidades desde dentro de eso que hay.

Y no olvidemos que el máximo esfuerzo de unos y de otros tiene por fuerza que machacar sobre una realidad sobremanera difícil. Vivimos en la cultura de las violaciones, de lo que se conculca. Pero toda transgresión -recordemos a Klossowski- lo que consigue es suprimir los límites del espíritu. Y en eso estamos. Infelizmente, ése es el patrimonio actual, el auge de la profanación. De la que la primera víctima puede ser la democracia.

Aquí entran los políticos. Es menester mantener los límites. Pero, al tiempo, también es necesario respetar y aun facilitar todo aquello que de alguna manera sea capaz de reafirmar los horizontes de esas ideales fronteras. Dicho de otro modo: se necesita acceder a un punto de equilibrio entre el afán de romperlo todo y la precaución de no estropear lo conseguido en épocas anteriores. Si, como sostiene Geremek en un magnífico coloquio con Dahrendorf y con Furet -alguna vez, los coloquios habrían de servir para algo-, "la alteridad es la que forja la comunidad", la puesta en marcha del sentimiento de "otredad" (para el que, por cierto, también Laín nos ha dejado un libro espléndido), ese sentimiento, digo, con su virtual componente de agresividad, ahí está, real e innegable. Pero al que no debemos ahogar, sino, por el contrario, dejarle vía libre sabiendo "hasta dónde se puede llegar demasiado lejos".

No olvidemos que, si la realidad es hosca, a ella hay que atenerse. Los ilustres intelectuales que intervinieron en el coloquio citado estaban de acuerdo en que el sistema democrático es, por esencia, un mecanismo frío. Dahrendorf sostuvo que la base y el ajuste democrático tienen como objetivo básico "el cambio no violento". Esto resulta palmario y, por ende, indiscutible. Pero ¿no es eso lo que, de alguna forma, predicaron las nueve testas pensantes reseñadas y estudiadas por Laín, incluida la desazonante y nunca del todo rigurosa empresa sartriana?

Intento decir con esto que, como siempre acontece en los menesteres de la inteligencia y en los de la sensibilidad, los pensadores y los poetas han sido irremisiblemente los precursores, los anunciadores de la que habría de venir después. En ocasiones se han equivocado, sin duda. Pero, con todo, sus errores han contribuido de forma evidente a aclarar las ideas y a despejar las incógnitas. El error, si obedece al rigor y a la autenticidad, jamás naufraga en lo estéril. Coloquemos en la memoria presente algunas andanadas de don Miguel de Unamuno. Cuando se hicieron públicas sonaron a intolerables exabruptos. Hoy, pulidas y matizadas por las situaciones sociológicas, e incluso antropológicas, de España, nos parecen aciertos esenciales. Esenciales y necesarios. Porque una cosa resulta, en verdad, inexcusable: la de conocemos a fondo. Como habitantes de España, como europeos, en definitiva, como criaturas humanas necesitadas de orientación, de ayuda. Europa ha sido, en sus mejores momentos, un laberinto de sugestiones. Un laberinto con arduas, casi inalcanzables salidas. Europa fue la de las preguntas fundamentales. Preguntas cuyas respuestas se arrastran hacia nosotros a lo largo de más de dos milenios.

Pero ahora no se trata de volver la vista atrás. En la conciencia de los europeos actuales existe algo sumamente inquietante: la obturación voluntaria del futuro. Y con ello, el cierre definitivo de la esperanza. Somos, comenzamos a ser, de aquellos pesimistas que "tienen miedo de que esto mejore". Una contradictio in terminis cargada de malos augurios. ¿Por qué? Pues sencillamente porque supone el desmayo de la operatividad colectiva. En último término, la apoteosis del nihilismo, el vicio inconfesado, el vicio secreto de Europa. Mas no olvidemos que Europa jamás ha dejado de ser Europa, ni aun en los momentos de más intensa, dramática crisis. Sin duda. Nuestro continente ha experimentado adulteraciones y cambios sumamente peligrosos. En el conflicto continuado que es esencialmente Europa, en el "no va más" constante que es su sustancia histórica, en ese jugarse la vida en albures disparatados por lo excesivo y lo irreal, siempre se alcanzó un equilibrio difícil, pero, eso sí, enormemente fecundo.

En la cuerda floja del tiempo que nos ha tocado vivir, nueve excepcionales espíritus jamás han dejado de lado la esperanza. Y con ella, la efectividad no sólo de la historia, sino, además, del empíreo transhistórico.

Laín, con su último libro, nos lo demuestra espléndidamente. ¿Para qué lo hace? Simplemente, primero, para aleccionarnos. Después, para animamos. Y finalmente, para justificamos. No es, por tanto, que tengamos esperanza. Es que somos, debemos ser esperanza. En ella hemos de anclar nuestra fe en el porvenir. En la gloriosa realidad de Europa. Y con esa fe, la otra, la fe trascendente, inmensa e inefable.

pertenece al Colegio Libre de Eméritos y es delegado del Gobierno en Galicia.

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