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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Nace un Estado

HACE ALGO más de siete meses, el apretón de manos en Washington entre Isaac Rabin y Yasir Arafat despertó una poderosa corriente de esperanza entre la mayoría de los israelíes y palestinos. Los siete meses y pico que han mediado entre ese histórico primer paso hacia la reconciliación en Oriente Próximo y el acuerdo suscrito ayer en El Cairo para la pronta puesta en práctica de la autonomía palestina en las áreas de Gaza y Jericó han sido tiempos de sangre y esfuerzos de los enemigos de la paz de uno y otro campo.Y sin embargo, Rabin y Arafat, apadrinados por representantes de 40 Gobiernos y, en primer lugar, del norteamericano, colocaron ayer lo que, de no torcerse de nuevo las cosas, puede suponer la primera piedra en la construcción de un hogar nacional palestino en Tierra Santa. Se abrió ayer un plazo de tres semanas justas para que las tropas israelíes abandonen Jericó y las zonas urbanizadas de Gaza y sean sustituidas por policías árabes.

Simón Peres, uno de los artífices del proceso de paz, advertía hace días que en la materialización del acuerdo rubricado en El Cairo "quedará un margen de incertidumbre hasta el último minuto". Es lo normal en Oriente Próximo, donde la pasión puede primar en cualquier momento frente a la racionalidad. Es de desear que los negociadores israelíes y palestinos no vuelvan a encastillarse en detalles que, ante la gravedad de la situación, parecen pueriles a los ojos de terceros. Debe desearse también que los dirigentes y la mayoría de las poblaciones de uno y otro bando conserven su sangre fría ante los atentados que intenten de nuevo torpedear el alumbramiento de la paz en la tierra de la Biblia.

Estados Unidos ha desempeñado de nuevo un papel clave en este último esfuerzo por desbloquear la situación. "Ha llegado el momento de aplicar la autonomía palestina", declaró la pasada semana Christopher al llegar a la capital egipcia para dar el empujón definitivo al acuerdo suscrito solemnemente ayer. Ha vuelto a cumplir así Washington como principal motor de la paz en Oriente Próximo con el reconocimiento de los beligerantes.

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La tardanza en la aplicación del espíritu y la letra del apretón de manos de Washington ha permitido que los extremistas de ambos bandos derramaran sangre a caudales y sembrado serias dudas sobre la viabilidad de la paz. Esas carnicerías han reavivado los temores recíprocos de israelíes y palestinos. Los israelíes vuelven a mirar con terrible desconfianza a los palestinos; los palestinos dudan de la palabra del que, desde finales de los años sesenta, era su indiscutible líder: Arafat.

En una situación como la de Oriente Próximo, la principal responsabilidad es la del que tiene que ser generoso. El Gobierno israelí ha perdido un tiempo precioso escatimando concesiones en cuestiones relativamente secundarias. Rabin y Peres parecían haber olvidado su mensaje de septiembre: la celeridad en el establecimiento de la paz es el único modo de sorprender y desbordar a los que quieren la guerra.

Pero nunca es tarde para enterrar las armas. Esperemos que la ceremonia verdaderamente histórica -la que en semanas permita a los palestinos sentirse libres en al menos una parte de su tierra- posibilite la instalación de Arafat en Jericó y permita a los israelíes comprobar que la fórmula del intercambio de territorios por paz garantiza la seguridad del Estado que construyeron en la que también es su patria.

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