Tribuna:

Teatro

Ésta es una añoranza. Añoranza del Madrid teatral de hace pocas décadas, que no era paradigma de la dramaturgia, mas comparado con este Madrid teatral de ahora constituía un emporio. Ya entonces se decía -sin duda con razón- que el teatro estaba en crisis, y ya costaba buenos duros asistir a una función. Sin embargo, la juventud no le volvía la espalda por eso y se las ingeniaba para no perderse ningún estreno.Uno vio cuanto teatro hubo en Madrid a lo largo de su juventud por el mismo dinero que muchos jóvenes de hoy gastan en un par de movidas. El recurso era la clac, una de las más entrañabl...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Ésta es una añoranza. Añoranza del Madrid teatral de hace pocas décadas, que no era paradigma de la dramaturgia, mas comparado con este Madrid teatral de ahora constituía un emporio. Ya entonces se decía -sin duda con razón- que el teatro estaba en crisis, y ya costaba buenos duros asistir a una función. Sin embargo, la juventud no le volvía la espalda por eso y se las ingeniaba para no perderse ningún estreno.Uno vio cuanto teatro hubo en Madrid a lo largo de su juventud por el mismo dinero que muchos jóvenes de hoy gastan en un par de movidas. El recurso era la clac, una de las más entrañables instituciones de la farándula. Se concertaba en algún bar cercano al teatro, donde un maduro caballero instalaba sobre un velador el despacho de billetes, que costaban baratísimos.

Durante la representación, el jefe de la clac marcaba mediante el rotundo estruendo de su palmeo las ovaciones con que habíamos de subrayar gestos, réplicas, monólogos, mutis y, en general, aquellas situaciones que el director de escena consideraba merecedoras de aplauso. Aplaudíamos como locos, sin rubor ni desdoro de la propia dignidad -¡naturalmente!-, pues aquella arbitraria contribución al éxito de la obra constituía menguado precio si teníamos en cuenta el privilegio que suponía presenciarla desde butaca de patio.

La clac decayó por falta de clientela. Se ha oído decir que esta deserción la ha motivado la modernidad, cuya amplísima oferta de diversiones atrae más a los ciudadanos en general y a la juventud en particular. Y si bien es cierto, quizá no se encuentre ahí la raíz del problema. Porque los jóvenes de aquellas décadas no íbamos al teatro a divertirnos. El concepto era otro. Se trataba de sumergirse en un mundo fascinante conformado por las peripecias de la obra y su interpretación, el mensaje que llevaran implícito; y, finalmente, someterlo a juicio crítico.

Unos por otros, jóvenes y maduros, creábamos estados de opinión, y había en Madrid un ambiente teatral que enlazaba con las restantes manifestaciones de la cultura. Todas ellas estaban en crisis, efectivamente; todas padecían los estragos de la censura que imponía un régimen dictatorial. No obstante, la independencia de criterio prevalecía y nos mantenía firme la esperanza de que tarde o temprano llegaría la libertad. Ese día -solíamos decir-, la expresión dramática podrá desarrollarse en plenitud y amanecerá una época de esplendor para el teatro. Pero llegó el día y no hubo nada, ni nadie ayudó a que lo hubiera. De lo cual protesto. Que conste.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Archivado En