Tribuna:

Mercado

Ayer, en el mercado, el frutero, por encima de la parada, hablaba del fin del mundo que se avecina. Preguntó mi opinión en medio de un corro de mujeres cargadas con bolsas de verduras y frutas del tiempo. Le dije que mientras hubiera productos tan maravillosos como los que él exhibía el apocalipsis sería aplazado indefinidamente. Si Sodoma y Gomorra pudieron haber sido salvadas del fuego con la sola presencia de un hombre justo, también ahora un solo melón en su punto justificaba la bondad universal. Me puse a hablar igual que un monje tibetano bajo la luz cenital de la claraboya rodeado de pi...

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Ayer, en el mercado, el frutero, por encima de la parada, hablaba del fin del mundo que se avecina. Preguntó mi opinión en medio de un corro de mujeres cargadas con bolsas de verduras y frutas del tiempo. Le dije que mientras hubiera productos tan maravillosos como los que él exhibía el apocalipsis sería aplazado indefinidamente. Si Sodoma y Gomorra pudieron haber sido salvadas del fuego con la sola presencia de un hombre justo, también ahora un solo melón en su punto justificaba la bondad universal. Me puse a hablar igual que un monje tibetano bajo la luz cenital de la claraboya rodeado de pimientos, lechugas y zanahorias. Había ondulaciones de ciruelas, pirámides de tomates, joyeros con fresas encajadas. El pasillo central del mercado aparecía flanqueado por formaciones de pollos desnudos colgando de garfios junto a fragmentos de carne que alumbraban el espacio con su luz interior. Poseído por la fuerza que el perfume de los salazones da a los profetas, vaticiné que el destino del mundo estaba inscrito en los jeroglíficos que ciertas frutas llevan en la piel. Las catástrofes que se suceden, las desgracias que han de venir tienen una lectura en esa superficie más que en el corazón de los carneros. Antiguamente se interrogaba el futuro en las vísceras de algunos animales. Por mi parte, le rogué al frutero que se bajara uno de los párpados para ver si en su lagrimal se podían leer las estrellas. Así lo hizo y yo no vi nada. En cambio, en el montón de berenjenas moradas había una que era rayada y creí percibir que en sus entrañas traía un mensaje. Pedí al frutero que la partiera con un cuchillo. Cuando la abrió por la mitad apareció en su pulpa blanca una especie de plano grabado con filamentos de oro que a mi juicio indicaba el camino de la dicha suprema. Confirmé oficialmente a todos los presentes que iba a poner esa berenjena al horno y sobre ella derramaría después aceite virgen de oliva. Para mí eso era el fin del mundo, el primer paso hacia la inmortalidad. Sodoma y Gomorra serán salvadas.

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