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En favor de la unión europea

Joaquín Almunia

La voluntad de renovar la definición de un proyecto político solvente para el futuro de España en el umbral del cambio de siglo es el mejor acicate para postular en favor de la realización de la unión europea. Sólo desde esa perspectiva puede considerarse alcanzable con certeza un horizonte de paz, de progreso económico, de bienestar social, de tolerancia y racionalidad democráticas. Si el objetivo de realizar la unión fracasase, las posibilidades de nuestro país y del conjunto del continente ofrecerían un porvenir alternativo sombrío e incierto, al no vislumbrarse escenarios capaces de sustituir el papel histórico que viene cumpliendo el proceso de integración europea. Por muy positiva y alentadora que sea la recuperación de la libertad para cientos de millones de personas, la desaparición de la URSS y de las estructuras políticas totalitarias implantadas en su zona de influencia han dejado al descubierto numerosas tensiones y conflictos, e incluso se han reproducido en la zona enfrentamientos armados que parecían erradicados de nuestro entorno desde hace casi cincuenta años.Las ideas de nación, religión, raza o lengua dividen a los ciudadanos de muchos de los antiguos países comunistas, mientras que las de libertad, justicia, igualdad social, solidaridad y paz, que arraigaron en la conciencia colectiva de las democracias occidentales y cuya realización figura en los objetivos de la unión europea, generan una dinámica aglutinante, integradora, superadora de fronteras y de enemistades históricas. Esa atracción política la están experimentando amplios sectores de las sociedades del Este y del Centro europeos, y también los países de la EFTA que no habían querido en su día formar parte de la Comunidad por razones de neutralidad. Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Austria, Suiza, Suecia y Finlandia, entre otros candidatos, llaman ahora a las puertas de la Comunidad, ante la evidencia de la desaparición de la dinámica de bloques y la necesidad que tienen de participar en el gran espacio económico unificado y sin barreras en que se está convirtiendo el antiguo Mercado Común.

El objetivo más razonable y atractivo que puede ofrecerse a la sociedad española desde la responsabilidad pública consiste, a partir de esas premisas, en garantizar que nuestro país participe activamente en la consecución de esa unión europea, identificándonos con sus ideales éticos y políticos y asumiendo con convicción sus pautas de comportamiento en el terreno económico. Lo que entre nosotros hemos dado ya en llamar el Objetivo 1997, tiene, por tanto, una naturaleza eminentemente política, y en su explicación ante la sociedad conviene resaltar su enorme ambición y trascendencia, huyendo de connotaciones burocráticas y economicistas. Pero si bien es cierto que Europa como proyecto de referencia para España no empieza ni acaba en la letra del Tratado de Maastricht, el ideal europeísta no puede, hoy por hoy, imaginarse realizable fuera del marco institucional allí definido, que actualiza, superándolo en ambición, el descrito en el Tratado de Roma. Maastricht ofrece como desiderátum una integración de profundos contenidos políticos, pero uno de sus pilares básicos e indisociables es la unión económica y monetaria. La consiguiente necesidad de converger en lo económico que esta unión implica para los países que deseen participar desde el inicio en la moneda única exige a sus respectivos Gobiernos la adopción de políticas de gestión de la demanda y medidas de carácter estructural -plasmadas aquí en el Programa de Convergencia- de gran amplitud y envergadura. Sin esfuerzo de convergencia en lo económico, no será posible participar en todas las prerrogativas en las instituciones centrales de la futura unión.

Además, el esfuerzo de convergencia se distingue, por su mayor precisión, del resto de los compromisos y actuaciones encaminadas a lograr la unión europea. Con vistas a la integración de nuestra moneda -y por ende, de nuestra economía-, en la fase definitiva de la unión económica y monetaria, en Maastricht hemos establecido entre todos los países miembros requisitos y fechas concretas, iguales para todos y comprobables para todos. Si no queremos quedarnos una vez más al margen de lo que acontece en el resto de Europa, en posición subordinada o dependiente, debemos prestar a esas fechas -y a los requisitos o condiciones que hay que cumplir antes de su vencimiento- la importancia que tienen.

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Apostar por el Objetivo 1997 implica, por tanto, asumir desafíos trascendentales en el terreno estrictamente político -compartir soberanía en aspectos tan importantes como política exterior y de seguridad, coordinar áreas vitales de la actividad policial y judicial, avanzar hacia la ciudadanía europea-, pero en España, como en los demás países, los compromisos más concretos y urgentes se sitúan, sobre todo, en el plano económico. Para consolidar los avances logrados en estos años en el proceso de nuestro aparato productivo y de nuestros comportamientos a las nuevas condiciones del mercado único, las empresas deben mejorar su competitividad y decir adiós definitivamente a las tentaciones- proteccionistas, mientras que los responsables económicos se van a ver impelidos, con más claridad si cabe que hasta este momento, a la ortodoxia macroeconómica en la gestión de la demanda, buscando en cada momento la máxima reducción posible de los desequilibrios del sector público, de los precios y del sector exterior.

Desde el análisis político, y no sólo desde el mundo económico, conviene tomar conciencia cabal de las implicaciones que comporta la plena integración de nuestra economía en ese contexto, para no arriesgar la apertura de una brecha insalvable entre nuestras aspiraciones de participación activa en la unión europea y la asimilación de sus requisitos de convergencia. La necesidad de mejorar nuestra competitividad, por citar uno de nuestros mayores desafíos, exige primar aquéllos comportamientos que pongan de relieve el valor del trabajo, del ahorro, del esfuerzo individual, frente a quienes conciben el éxito como sinónimo de capacidad o habilidad para el pelotazo, pero también frente a los que piensan que la redistribución de la renta y la riqueza son un mero correlato de la subsidiación generalizada, sin preocuparse de cómo se genera la riqueza distribuible en un entorno económico abierto y competitivo. La oferta de oportunidades iguales y la extensión de mecanismos que hagan posible la movilidad social, la prevalencia del saber y del mérito frente a los privilegios derivados de la propiedad o de la amistad, son algunas de las reglas del juego que deben adquirir de una vez por todas carta de naturaleza en nuestra sociedad para obtener la máxima rentabilidad social de nuestra opción por una economía libre y abier-

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ta, inserta sin reservas en el espacio europeo.

La idea de cohesión social, en la que tanto ha insistido nuestro presidente de Gobierno frente a sus homólogos del Consejo Europeo, y que por fin ha quedado recogida en el relieve que se merece en el Tratado de Maastricht, no debe llevar a la confusión, trasladando a la sociedad la sensación de que los recursos económicos lloverán desde más allá de los Pirineos, sin ninguna exigencia ni contrapartida. Ahí tenemos los resultados del Consejo, Europeo de Lisboa para comprobarlo. Además, conviene recordar que el propio Fondo de Cohesión -del que debemos beneficiarnos en tanto que país con nivel de renta inferior al noventa por ciento de la media comunitaria- condicionará ayudas al esfuerzo de convergencia, es decir, de adaptación, que el país receptor esté realizando. No importan solamente su cuantía y la fecha de entrada en funcionamiento, sino también el camino recorrido por los potenciales beneficiarios hacia la superación de los requisitos de convergencia.

Siendo así las cosas, nuestros objetivos políticos y nuestras aspiraciones sociales serán más fácilmente alcanzables en el contexto de la unión europea que en ningún otro escenario alternativo, pero su efectiva consecución en los próximos años va a depender en mayor medida de la solidez y el dinamismo de la sociedad civil y de la eficacia del sector empresarial -privado o público- de la economía, que de los impactos directos sobre la renta de las familias pro cedentes de los presupuestos públicos, sean éstos europeos, nacionales o regionales. Además, debemos tomar conciencia de queen el contexto europeo, y con vistas al logro de los requisitos de la convergencia antes de 1997, el tamaño del sector público tiene límites, tanto eco nómicos como sociológicos. El Estado y sus distintos niveles de Administración no van a poder seguir creciendo al ritmo que lo ha hecho en estos quince años, en los que nos hemos acercado con rapidez a un tamaño razonable, y la existencia de tales límites no se debe sólo a razones coyunturales, por lo demás bastante evidentes en estos días a la luz de los últimos resultados conocidos sobre la evolución de nuestra economía. Con el mar gen de maniobra reducido con el que se tienen que desenvolver a partir de ahora las políticas presupuestarias, sea cual sea el momento del ciclo en que nos encontremos, ni todo gasto público podrá ser considerado sin mas como progresista -cobran gran importancia las prioridades que se asuman-, ni es previsible que toda actuación pública vaya a contar a priori con el aplauso social. El sector pú1lico no puede ya aspirar a hacer de todo, y tiene además que intensificar su preocupación por el modo en que se hacen las cosas que tiene encargadas, procurando la máxima eficiencia en la gestión. El gasto de transferencias corrientes, y muy en particular el de transferencias a empresas públicas y privadas, debe moderarse, e incluso hay que hablar sin ningún complejo de privatizaciones, prosiguiendo con la línea ya emprendida hace algunos años y profundizando cuanto antes en ese debate, apenas iniciado entre nosotros.

Para movilizar voluntades y renovar apoyos sociales en torno a este objetivo, y no correr el riesgo de dejar crecer en España un sector de opinión pública anticomunitaria -hasta ahora casi inexistente- hay que desplegar un intenso esfuerzo político, tratando de utilizar todos los mecanismos y cauces de expresión de opiniones y de participación disponibles, buscando que la mayoría de la sociedad asuma esas nietas con convicción y optimismo y se apunte a participar activamente en la tarea de alcanzarlas. Y lo cierto es que la sociedad a la que nos estamos dirigiendo en 1992 ha cambiado mucho respecto de la de 1977 -cuando solicitamos la adhesión a la CE-, e incluso es muy distinta de la de 1982 o 1986. Es una sociedad más formada y mejor informada, situada en niveles de seguridad económica y protección social más confortables y menos injustos que los de entonces, menos dependiente y más autosuficiente, más moderna y abierta. Pero es también una sociedad en cierto modo escéptica ante determinados aspectos de la vida política y ante determinados talantes políticos, más difícil de movilizar y de convencer. Es una sociedad que cree en ocasiones -con razón- tener respuestas que no encuentra en los discursos de los partidos políticos, y que, en todo caso, no piensa que todas sus opiniones y aspiraciones se encuentren siempre reflejadas en el programa de un solo partido.

La propia imagen de la política está atravesando malos momentos. La abstención -sobre todo de los jóvenes- denota un cierto hastío, y apunta la carencia de referentes movilizadores, de ideales por los cuales superar la natural tendencia a refugiarse en la vida privada, a caer y creer en el individualismo egoísta. Al acabarse las certezas absolutas en muchas cosas, al desaparecer las ideologías que todo lo tenían resuelto, no puede prescindirse de los matices, de la discusión, de la consulta, el diálogo y el pacto entre posiciones distintas, siempre que no se pongan en peligro los objetivos fundamentales. ¿Cómo movilizar voluntades en el conjunto de una sociedad que cambia rápidamente, que ha abandonado muchas creencias y puntos de referencia tradicionales? Si no se establecen canales de discusión y comunicación con los principales grupos vertebradores de la sociedad -y sería un error reducir esa discusión al diálogo con los sindicatos, dados los sectores a los que representan y los planteamientos que sostienen-, el éxito en la tarea de lograr el Objetivo 1997 parece cuando menos problemático.

Objetivo europeo y modos de hacer política aparecen así imbricados. Para conseguir el primero no basta con proclamar que esa es nuestra meta, ni recordar con insistencia que fuimos capaces de conseguir el éxito en etapas precedentes, desde el inicio de la transición hasta la celebración del 1992. Hay que hacer un esfuerzo de reconciliación de la política con los ciudadanos, retomar contactos de igual a igual con ellos y con los grupos sociales en los que se encuadran, abrirles las puertas de la participación en el debate político, reconocer su mayoría de edad cívica. La ilusión renovada que sin duda es capaz de despertar en buena parte de nuestra ciudadanía la posibilidad, de configurar una unión europea con el protagonismo de España, no puede convertirse dentro de pocos años en motivo de frustración. Para ello hay que emplear rigor y realismo en la definición de las políticas económicas, sinceridad y claridad en el análisis de las implicaciones y de los condicionantes de tales políticas, y buenas dosis de diálogo, consultas, pactos y negociaciones entre las instituciones, los partidos políticos, los interlocutores económicos y sociales, los ciudadanos. Europa es un imperativo político que, nos está exigiendo, también, reflexionar sobre cómo se debe hacer política a partir de 1992.

Joaquín Almunia es diputado y miembro del Comité Federal del PSOE.

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