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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El círculo cuadrado

A UNAS horas de que comience el debate parlamentario sobre la Ley de Seguridad Ciudadana. conviene dejar sentado que un Estado policial no es aquel en el que existe mucha policía, sino aquel en el que la policía no tiene control judicial. El presidente del Tribunal Constitucional acaba de decir, por lo demás, que la ley debe ser capaz de combinar eficacia policial con estricto cumplimiento de la Carta Magna. No está de más recordar estos principios elementales al hilo de un proyecto de ley que, amén de ser probablemente el más contestado de cuantos ha presentado el Gobierno socialista en nueve años, parece intentar la cuadratura del círculo en algunos de sus artículos: un ciudadano puede ser conducido a una comisaría contra su voluntad sin que pueda argumentar que ha sido detenido; el domicilio sigue siendo en teoría un lugar inviolable si no es bajo mandato judicial, pero al mismo tiempo la policía puede entrar al amparo de una concepción genérica del delito flagrante que tiene poco que ver con que en ese mismo momento se esté violando la ley.Pero no son éstos los únicos puntos controvertidos, aunque sean los más chocantes desde, la lógica jurídica, la jurisprudencia consolidada e incluso los criterios constitucionales. La tosquedad jurídica ha sido uno de los rasgos más sobresalientes del proyecto, y aunque ha sido técnicamente mejorado en el transcurso de su elaboración, algunas de sus formulaciones más primarias persisten en el texto remitido al Parlamento. Precisamente, esta forma de tirar por la calle del medio en aspectos que afectan a derechos fundamentales de la persona -los de reunión y manifestación, libertad personal y de movimiento, inviolabilidad del domicilio, entre otros- es la que explica, en gran medida, las críticas virulentas que ha concitado sobre sí el proyecto de seguridad ciudadana.

El fuego graneado contra dicha disposición no ha dejado de producirse desde el instante mismo en que trascendieron a la opinión pública sus primeros borradores. Y el debate parlamentario que hoy se inicia sobre el texto definitivo del Gobierno no parece que vaya a ser menos polémico que el público. Todos los grupos parlamentarios, salvo los del PNV y CiU, además del socialista, se oponen, por motivos y desde presupuestos ideológicos diferentes, a un proyecto que consideran irrelevante a efectos de la seguridad ciudadana que preconiza y, en cambio, restrictivo de algunas de las libertades y derechos fundamentales de la persona.

El proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana ha provocado las críticas de partidos políticos, asociaciones de jueces y fiscales, agrupaciones de juristas y sindicatos, no sólo por su tosquedad jurídica-, sino también por la confusa relación que han hecho sus redactores entre seguridad colectiva y seguridad personal, hasta el punto de traslucir que la primera debe implicar, de alguna manera, una parte de sacrificio de la segunda. Pero en los sistemas democráticos, asentados en el respeto de las libertades y derechos de la persona, la seguridad colectiva es inseparable de la de los individuos, de modo que no puede decirse que aquélla exista cuando éstos están so metidos al albur de decisiones gubernativas o administrativas que impliquen arbitrariedad. Desde esta perspectiva, un debate que plantee una posible colisión entre seguridad colectiva y seguridad personal, e induzca a la elección entre una y otra en términos poco menos que excluyentes, no tiene sentido en un Estado de derecho. El debate, pues, si no quiere ser falaz y contribuir a la Confusión, sólo es válido si se centra en la búsqueda de mayores cotas de seguridad del individuo y, de paso y por añadidura, de la de la sociedad en su conjunto.

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Una ley heterogenea

Desde esta perspectiva, ya es discutible la existencia misma de una ley específica sobre la seguridad ciudadana. Su contenido heterogéneo es prueba de artificialidad. El proyecto elaborado por el Gobierno aborda, entre otras, materias tan dispares como el control de armas y explosivos; la actuación administrativa en materia de espectáculos públicos y actividades recreativas; medidas de seguridad en entidades y establecimientos industriales, comerciales y de servicios; la vigilancia policial de reuniones y manifestaciones públicas; la potestad sancionadora de la Administración, y nuevas modalidades de control policial de las personas y del registro domiciliario. ¿No hubiera sido legalmente más correcto y políticamente menos confuso abordar la reforma de dichas materias en el marco de sus respectivas reglamentaciones y leyes? Ello hubiera sido especialmente procedente en aquellas materias que afectan a derechos y garantías de la persona. Por ejemplo, las nuevas facultades policiales de protección de reuniones o manifestaciones públicas, en la Ley Reguladora del Derecho de Reunión; la actualización del régimen sancionador de la Administración, en la Ley de Procedimiento Administrativo, y, sobre todo, las actuaciones gubernativas que afectan a la libertad individual y a la inviolabilidad del domicilio, en la Ley de Enjuiciamiento Criminal.La forma elegida para reformar o actualizar determinadas normativas que, sin duda, podrían ser modificables es reveladora de una concepción política en la que la seguridad pública predomina sobre cualquier otro valor. Y más revelador es aún el contenido de algunas de las fórmulas propuestas. No deja de ser sorprendente que el mismo Gobierno que intentó racionalizar los plazos de prisión preventiva, que introdujo por primera vez en el proceso español el hábeas corpus frente a las detenciones ilegales y que desarrolló los derechos de reunión y de manifestación de acuerdo con criterios constitucionales, entre otras disposiciones impulsoras de los derechos y libertades de la persona, avale ahora un proyecto de ley que pone en riesgo el ejercicio de alguno de ellos. Pero, además de incoherente, tal actitud puede resultar inútil. La seguridad ciudadana no depende de ninguna fórmula legal poco menos que taumatúrgica, sino que es el resultado, entre otros factores, de la actuación vigilante y preventiva de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado frente al delito, de una respuesta razonablemente rápida del sistema judicial a las infracciones de la legalidad y, sobre todo, del entendimiento entre policías y jueces en la persecución del delito, y no de su enfrentamiento.

Las cuestiones

Algunas de las formulaciones del proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana, si es que prosperan, podrían alimentar ese enfrentamiento y hacer más exasperante la lentitud de la maquinaria judicial en la represión del delito. ¿Tiene sentido, ante tal riesgo, empeñarse en establecer formas de restricción de la libertad personal al margen de las causas legales de detención? ¿Aplicar el concepto de delito flagrante a actuaciones delictivas que no encajan en tal concepto? ¿Alentar a la obtención de pruebas prefabricadas por la policía en la persecución del delito? ¿Y otorgar presunción de veracidad al informe policial en el procedimiento administrativo sancionador, dejando la carga de la prueba en contrario al ciudadano? Por más que la mayoría parlamentaria diera el visto bueno a tales procedimientos, los jueces no dejarían de poner obstáculos en los procesos. Contravienen abiertamente la jurisprudencia consolidada de los tribunales y, posiblemente, la Constitución.No hay por qué dudar, al menos de momento, de que el Parlamento vaya a debatir en profundidad todas las cuestiones que plantea el proyecto de ley y que el resultado terminará siendo una norma equilibrada, en la que la seguridad jurídica de los policías y el aumento del poder sancionador de la Administración no supongan poner en riesgo la de los ciudadanos y mermar sus derechos. El reto es difícil, pero es de esperar que todos los diputados, incluidos los socialistas, hagan uso de su conciencia para salir airosos. El debate es una ocasión de oro para que el Parlamento ponga a prueba sus mejores capacidades legislativas y revitalice sus funciones.

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