Tribuna:

Calvario

Era un atardecer de agosto tibio y perfumado. Los dueños de la casa, un matrimonio todavía joven, recibieron a los amigos de Madrid con la dulce galbana de las vacaciones. Él acababa de levantarse de la siesta y se rascaba de cuando en cuando la barriga. Ella estaba regando los tiestos y tenía en la mejilla una gota de sudor y otra de agua. Condujeron a los amigos de Madrid a la terraza y allí se sentaron todos, aprovechando la fresquita de la tarde. Bebieron Iimonada natural y vieron resbalar los últimos rayos de sol por las aceras. El aire olía a mar y a geranio mojado. El mundo estaba recié...

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Era un atardecer de agosto tibio y perfumado. Los dueños de la casa, un matrimonio todavía joven, recibieron a los amigos de Madrid con la dulce galbana de las vacaciones. Él acababa de levantarse de la siesta y se rascaba de cuando en cuando la barriga. Ella estaba regando los tiestos y tenía en la mejilla una gota de sudor y otra de agua. Condujeron a los amigos de Madrid a la terraza y allí se sentaron todos, aprovechando la fresquita de la tarde. Bebieron Iimonada natural y vieron resbalar los últimos rayos de sol por las aceras. El aire olía a mar y a geranio mojado. El mundo estaba recién pintado y recién lavado, la vida era una gloria.Entonces se oyeron los golpes y los gritos. A la dueña de la casa se le crispó la boca: "Es esa pobre mujer, qué desesperación, todos los días...". Callaron y escucharon: se oía una voz débil y espantada que gritaba socorro. Era una vecina, explicaron los dueños, una mujer anciana. Sufría demencia senil, y su familia la dejaba sola y encerrada en casa durante todo el día. "¡Socorro, sacadme de aquí! ¡Socorro, guardias!", gritaba mientras tanto la vecina aporreando el muro. No siempre estaba iagual de loca, seguían diciendo los dueños; habían hablado con ella a través de la puerta cerrada, y ella les había dicho que tenía varios hijos y dos pensiones. ¿No podían cuidarla mejor, o al menos internarla? "¡Socorro!", gemía la mujer, la vocecita rota y ya agotada. Callaba unos minutos, recuperaba fuerzas y volvía a gritar después desesperadamente. El sol ya no brillaba, las sombras asustaban, los geranios no olían. Con los lamentos de la anciana se coló en el atardecer todo el horror del mundo y la inclemencia. Esta historia no es un cuento febril. Sucede todos los días en la calle de la Estrella, en un barrio de Torremolinos que, por justezas del azar, se llama Calvario.

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