Enemigo
El narcotráfico ha sustituido al comunismo. La subversión social del sistema que aquellos rojos impulsaban equivale a la inseguridad ciudadana que ahora generan los drogadictos. En ambos casos la solución es la misma: más policía, más control, más represión. Ni siquiera existe ya el peligro de una tercera guerra mundial. También la amenaza atómica ha desaparecido. Hoy el gran enemigo no es el hambre ni la quiebra de los derechos humanos en el mundo, sino el comercio clandestino de una sustancia que consume la gente desesperada cuando quiere alcanzar la máxima velocidad hacia el acantilado. Tampoco brilla ya el Infierno teológico en el fondo de nuestra conciencia, pero cada ciudad tiene un callejón maldito donde arden jóvenes pálidos condenados para siempre a buscar una dosis infecta, y siempre habrá una línea de autobús en el extrarradio, como aquel tranvía llamado Deseo, que lleve a unos pasajeros tiritando con ojos de fresa hasta unas chabolas en medio del erial. Allí unos gitanos que ejercen de farmacéuticos reparten papelinas a los adictos con un riesgo semejante al que sufrían aquellos militantes de la alcantarilla cuando pasaban panfletos. Gracias a este nuevo enemigo creado, los bíceps de los guardas jurados son cada día más voluminosos y sus caderas parecen una tienda de armas en la entrada de todos los establecimientos. Gracias al narcotráfico, dentro de poco la policía podrá derribar de una patada la puerta de nuestra casa a las cuatro de la madrugada, y las personas de orden serán felices engendrando leyes que originen más delincuentes, los cuales harán que se multipliquen a su vez los gendarmes. A estas alturas, Corcuera cree que R. M. Rilke es una marca de rifle, pero en otros países los ministros del Interior están también muy crecidos, imbuidos del mismo orgullo. Si, al parecer, la libertad acabó con el comunismo, ¿no será la libertad la que acabe igualmente con unos traficantes oscuros que inoculan la diaria ración de veneno a una legión de desesperados?