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Tribuna
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Loa al maestro

Desde lo alto de la torre de la catedral del niño, puedo divisar con claridad la belleza de aquel oasis de bondad. Como un alto en el camino, como un espejismo en mitad del magma urbano se elevan varios pequeños tejados verdes que dan cobijo a un centenar de niños y jóvenes, que se reúnen a diario en torno a la figura de mi tío Alberto.Desde aquel lugar, donde corre una fresca brisa regeneradora, me siento dominador de los corazones de todos los hombres. Me siento humano y me reencuentro con el yo que a menudo pierdo en mi singular peregrinaje por el mundo de los adultos. Cuando me siento solo, cuando me encuentro abatido, cuando las crueldades de la sociedad de los que se llaman hombres me vencen, tan sólo tengo que revolver en mi mente y extraer del cajón de mis recuerdos la imagen de la Ciudad Escuela Muchachos (Cemu).

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Tío Alberto, absuelto de todos los cargos

Sentirte en aquel reducto es sentirte enamorado de las cosas bellas que la naturaleza ha puesto a nuestra disposición. No tener obligación alguna, no tener que pensar, sólo dejarte llevar por las sensaciones de los muchos corazones que allí viven, crecen y se marchan.

Cuando caminas con sosiego por las calles de aquella cima encantada y encuentras a un bajito que, relamiéndose las naricitas repletas de mocos, con las manos sucias y los ojos mendicantes, te suspira afecto. Entonces tú no puedes por menos que dejar caer los pedazos de la gelatinosa armadura que recubría tu solitario corazón. Es así como muchos, ante el desgarro de una silenciosa petición, hemos sucumbido a la frescura de la infancia necesitada de amor y cariño.

Ahora, cuando las tinieblas esparcidas por el lado oculto de los hombres inician su vuelta a los confines de la tierra, todos salimos partícipes del triunfo de la verdad. Ahora, cuando la causa está vencida, todos defendemos lo que consideramos nuestro. Pero, ¿y antes qué?

Todo se precipitó con tal violencia ante los medios difúsores de las comunicaciones entre los que se llaman hombres, que nosotros apenas tuvimos tiempo para articular un solo grito de indignación. Sin embargo, poco tiempo antes de conocer el éxito de nuestra callada y profunda defensa, tuvimos la lucidez suficiente para relatar a quien procedía el largo camino que nuestra estrangulada alma había recorrido en los últimos días. Un testimonio insignificante, tan sólo el de uno de los que han tenido la suerte de beneficiarse del amor que Tío Alberto desprende en cada una de sus manifestaciones. Tan sólo los miedos de un joven hombre que, aún, se resiste a abandonar su niñez.

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Amor a sus semejantes

Si durante mí experiencia en este mundo de ensueño, que ya había descubierto en las fantasías de niño pequeño, mucho antes de conocerlo en realidad, he aprendido algo, ese algo es la razón que, afortunadamente todavía, impulsa los deseos de muchos hombres que sólo actúan como tales. El amor que sus semejantes les ofrecen y ellos corresponden abiertamente, porque tan sólo son otros hombres. ¿Qué otra cosa permitiría que la humanidad continúe su bagaje de siglos por el universo?

Ahora, todos tranquilos, podemos ratificar nuestro cariño a aquel que nos enseñó, como maestro, las artes de la amistad y como un ángel del cielo vino a avisarnos de los peligros inmersos en las formas siniestras que algunos hombres abanderan.

Cuando, como en las películas, todo finaliza sobre un fondo de color de rosa, nosotros no podemos por menos que abrazarnos a la fe ciega en el hombre y agradecer a nuestro tío su continua lucha por quienes se perdieron ya y por los que aún podrán perderse en el mar de dudas, que agota la candidez del niño hecho hombre.

Porque no supimos estar antes contigo. Nuestra condición humana atenazó nuestro valor. Por eso recibe ahora este público beso de los que siempre han aprendido de ti.

Jaime A. Gómez es periodista del equipo de bolsa de Nuevo Lunes. Ex colaborador de la Cemu.

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