_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Verano del 65

Cuando oigo hablar de las ilusiones perdidas de los años sesenta (en ese leve tono épico que se reserva a las derrotas memorables, de oficialía tan gloriosa como Marcuse, W. Relch, los Beatles, Warhol o Cohn-Bendit), inevitablemente me pregunto qué habrá sido de ellos, de los otros: de Rives, de Chavi Chau, de Ching-Fú, de Antoñita de España, de El Torito de Aragón y de la gran señora mexicana con los que compartí el verano de 1965.Visto a la distancia, aquélla fue una línea mixta, algo así como el despliegue de un cono invertido: Guadalajara, Zaragoza, Valencia y finalmente Albacete, donde sucumbimos en una cantina ferroviaria: alguien sacó una navaja, ornamental y ridícula; chillaron las mujeres, puso paz un borracho con heridas de amor y nociones de dialéctica, se cruzaron votos de venganza, la compañía se disolvió y ya no volví a verlos nunca más.

Eramos artistas de circo y variedades, jóvenes promesas en general, con la excepción de una estrella eclipsada, y nos reunió El Torito, antiguo o falso campeón de lucha libre que intentaba por entonces convertirse en promotor de espectáculos musicales por provincias. Ignoro cómo nos reclutó, pero es de suponer que en academias de baile y en programas radiofónicos matutinos, promocionados acaso por cacaos solubles y emporios mobiliarios, y titulados, por ejemplo, Las nuevas estrellas de la canción, Salto a la fama o La ocasión de tu vida. En cualquier caso, nos citó en un bar de Atocha el mismo mediodía ardiente de principios de julio en que los Beatles arribaron a España. Concurrimos unos 15, y el transporte corría a cargo de una furgoneta de nueve plazas que prolongaba el parasol con unas letras en relieve espolvoreadas de oro: "Los nuevos ídolos". De cabecera de cartel venía la gran señora mexicana, Carmen de Veracruz, que usaba peineta y perrito de paseo y tenía derecho a dos asientos, con cortinillas de separación. Componían el atrezzo, restando los dos baúles y las dos sombrereras de la gran señora (y, si se quiere, unos platillos de peltre para el gozque), el equipaje personal y artístico de cada uno, la orquesta (saxo y batería) y tres bultos de lona en los que años después reconocí los decorados de una vieja reposición de Hamlet. Aparecían aquí y allá una torre, un trozo de canchal y otro de doncella, una lúgubre perspectiva estrellada, algunas calaveras y un abismo, aunque también una estampa cortesana con bufones, arlequines y músicos de cuerda, términos sobrados para que Rives evocara felizmente "la unión españolísima de la risa y el llanto, de la pena viril y la copla alegre y volandera".

Y así fue como durante dos meses viajamos de pueblo en pueblo, sin otro rumbo que el que marcaba Rives, un tipo rubio y patizambo, una especie de mico rey de aquella hispanidad plebeya y selvática que tan bien supo retratar Velázquez, y que ejercía de representante con los siguientes atributos: zapatos charolados y picudos de bailarín arrimadizo, traje gris perla, clavel en el ojal, elocuencia, pañuelo al cuello y apellido, sobre todo apellido. Se llamaba Rivas, Beltrán Rivas, pero había abreviado rumbosamente a Rives, haciendo así del laconismo un modo ilimitado de retórica. Iba delante, casi siempre a pie, en su nube de polvo, contratando cines o teatros y, en su seguro defecto, salones de baile, casinos y hasta simples corrales: cualquier lugar que nos sirviese para desplegar los decorados y ofrecer la función.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Durante dos meses seguimos sus pasos, sin conseguir nunca congregar más de 30 o 40 espectadores y sin recaudar (entre precio de entrada y rifa de botella de brandy al intermedio, la misma que le servía a Rives para ilustrar una querella lírica de Rafael de León donde hacía de cornudo calderoniano y no sé si también de legionario) más de lo justo para el gas oil y la cena: pan, queso, vino y sardinas en lata. Dormíamos los hombres al raso, echados y arropados por los decorados, y las mujeres, en la furgoneta.

Supongo que durante aquellos dos meses nos mantuvo en pie la inconsciencia juvenil o la mera esperanza. Algunos habían sido alguien en el mundo del espectáculo. Carmen de Veracruz, sobre todo, vivía aún los últimos brillos de una gloria sólida aunque efímera. Cantaba algo de una calandria y una jaula, y un estribillo ("voló, voló, voló") que el público, a pesar de la petición de la artista, que agitaba los brazos demandando adhesión, no se animaba a corear. Al final, nosotros, entre bambalinas, forzábamos los aplausos, cosa que aprovechaba ella para lanzar besos al respetable y reclamar en escena al perrillo, para que también él participase en la aclamación.

Son tiempos ya casi olvidados. Chavi Chau era cantante melódico, de los de traje titilante -que más coruscaba por el uso que por las lentejuelas-, pajarita de terciopelo, flequillo escultural, cuerpo ballongo y perfil matador. Estaba seguro de que no tardaría en convertirse en astro de la canción. Solía decirme: "Qué suerte tienes, Luisito, que algún día podrás presumir de haber conocido a Chavi Chau cuando Chavi Chau no era todavía nadie". Ching-Fú se llamaba en realidad Juan Hontecillas, pero en el verano de 1962 había participado de extra en 55 días en Pekín, película rodada en los alrededores madrileños, y desde entonces había decidido quedarse ya de chino, con nombre y atuendo chinos, y para hacer más creíble la identidad había aprendido unos juegos de magia, a vomitar fuego, a lanzar cuchillos y a saludar con reverencias. Jorge, hombre otoñal, era bizco, según él de ser saxofonista y de tanto tocar boleros lentos, y Munner lo acompañaba a la batería con el aire eficaz y aburrido de un funcionario judicial. Se hacían llamar Jorge and Munner, y lo primero que hacían al llegar a un pueblo era irse juntos del brazo en busca de una plaza donde echarles miguitas de pan a las palomas. Antoñita de España, por su parte, actuaba de bailaora y tonadillera, y su secreta esperanza era representar algún día a España en la Eurovisión. Quizá por eso se mantenía apartada y altiva, y cuando me mandaba a por agua o café, me decía siempre: "Y acuérdate de que, el día que yo triunfe, te llevaré conmigo de primer guitarrista".

Éramos unos 15, y cada cual interpretaba sus miserias como un trámite purgativo hacia la gloria. Por la noche, antes del sueño, más de uno hablaba de lo que haría cuando cobrase hacienda y nombre, y aquellos envites adquirían un sentido sobrecogedor bajo el doble cielo del verano y de Hamlet. La vida parecía estar allí, al alcance de cualquier mano valerosa que osase tenderse hacia la rama dorada del futuro. Éramos jóvenes, y los tiempos venían cargados de promesas.

Esto ocurrió en 1965, y no he vuelto a verlos nunca más desde la tarde aciaga en que Chavi Chau le exigió a El Torito ser cabecera de cartel, y salieron a relucir navajas y gritos de mujeres, y en un instante la compañía se disolvió. Eran los tiempos de Luther King, de Vietnam, de los Rolling, de las primeras revueltas universitarias: época de grandes y últimas ilusiones, que también concluyeron sin que nadie, ni la imaginación ni Chavi Chau, llegaran a alcanzar el poder o la gloria.

Luis Landero es escritor.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_