De lo pintado a lo vivo
Entré una tarde en la tienda de un anticuario madrileño, llevado de la curiosidad. Estos almacenes de objetos antiguos y sorpresas estéticas son, en ocasiones, motivos de hallazgos agradables. Confieso mi debilidad hacia esta clase de búsquedas que nos lleva a descubrir retratos del pasado y escenas ignotas. Me insinuó el dueño qué no dejara de contemplar un pequeño lienzo de factura impresionista y paleta caliente que representaba un paisaje. Me llamó la atención el acierto cromático de la obra y la fina sensibilidad que revelaba."¿Qué lugar representa esta obra? ¿No tiene indicación alguna en el bastidor?". "Solamente hay una fecha al dorso, a lápiz: 1901. Y un par de iniciales".
Regateamos un poco, como es de rigor, y me llevé la obrita a casa para examinarla con detalle. Observé que la edificación que se veía al fondo del cuadro era la silueta de un castillo antiguo, posiblemente imaginario, colocado junto a un monte elevado, con alta maleza cubriendo sus lomas. España es todavía tierra de castillos. Los chateaux en Espagne de la leyenda romántica son hoy día una realidad riquísima, arqueológica e histórica a pesar de las guerras, invasiones, demoliciones, incuria y abandono seculares. La francesada voló con explosivos centenares de estos monumentos y nuestras guerras civiles del siglo XIX dieron cuenta de otro numeroso grupo de tales recintos fortificados. La pequeña tabla pintada ofrecía una diminuta silueta, iluminada al fondo del paisaje con un perfil identificador que el ignoto artista trató de subrayar. Traté de ponerle nombre al lejano edificio. El excelente volumen de Sarthov Carreres, con sus centenares de referencias fotográficas y sus sintéticas descripciones, me sirvió de prontuario, y en un rápido repaso de la original contraportada de Fernando Chueca con su centenar de castillos españoles dibujados en color comprobé que no era ninguno de ellos.
Azorín llamaba a los castillos "trozos de la Castilla archivieja sobre el muro milenario" y don Benito Pérez Galdés los calificó, en una de sus excursiones viajeras, de "ruinas excelsas, tristes y elocuentes". Repasé los boletines de la Asociación de Amigos de los Castillos, recordando los que habían llevado al lienzo nuestros grandes pintores, los de Zuloaga, con su grandeza trágica y sombría, y la interesante colección debida al pincel de Ricardo Lezcano conservada por su hija Aurora O'Reilly, a la que tanto recordamos en su acogedora hospitalidad. Por fin di con la pista que me faltaba: una tela de Lezcano reproducía el castillo de Atienza, visto desde el Este. Pero mirándolo al trasluz coincidía exactamente con el que trataba de identificar. El pequeño cuadro representaba la airosa e impresionante fortaleza de Guadalajara, levantada sobre la meseta de escarpe inaccesible a la que el poema del Cid llamaba la peña fuerte". Aunque contemplada desde la vertiente del Oeste.
Un día del anticiclánico invierno que disfrutamos probé fortuna en averiguar si mi cálculo era certero, armado de un aparato fotográfico, un plano de númapoteca y llevando conmígo el cuadrito en cuestión.
Fue una mañana fría y seca de enero con el sol pugnando por desgartar la enorme capa del Madrid polucionado. Marcaban cuatro bajo cero los termómetros urbanos, pero en la ruta de Somosierra no encontramos hielos ni dificultades. Apenas brillaba la nieve, salvo unas pinceladas en la vertiente norte de la sierra. Atravesamos Riaza, porticada y dormida, en espera del calor primaveral. La ermita de la Virgen de Hontanares, en lo alto, blanqueaba entre un bosquete de álamos secos con el pinar al fondo. Contorneamos Ayllón, la bien amurallada, bajando hacia Atienza por un sinuoso y complejo camino, en trance de mejoramiento, flanqueados por una garganta severa y tenebrosa de fracturas geológicas y cavernas excavadas en la roca.
Al pie de la Sierra Pela, que señala el confín de Guadalajara con Soria. Regamos por fin a un altibajo de la ruta en que apareció el perfil de Atienza con la silueta de su altivo castillo que nos cerraba el horizonte. Junto al pequeño pueblo de Cañamares- subí a un cerro desde donde el cotejo era perfecto, indiscutible: éste fue el paisaje que el ignoto artista contempló. Y aquí, probablemente, plantó su caballete, sacó su paleta, colocó el bastidor y se lanzó a realizar, quizá en una sola sesión, la obra de arte que es siempre la pintura, como reflejo de un estado de ánimo y transcripción de una emoción sutil ante lo que la mirada recoge.
Me quedé un rato sumido en silencio, regocijado de haber superpuesto lo vivo a lo pintado, comprobando sobre el terreno su rigurosa fidelidad. Pues ¿no son las ciudades y los ámbitos naturales núcleos estimulantes de nuestra weltanschaung, de nuestra forma de sentir el mundo que nos rodea?
Atienza, celtíbera y sertoriana, antiquísima en su origen remoto y conjetural, ciudad-frontera, castillo moruno, con la sierra de Miedes al fondo, ante cuya guarnición árabe hizo alarde el Cid con su hueste de "trescientas lanzas, todas con pendón"; adjudicada en pactos regios como prenda valiosísima y en pago de servicios o de renuncias, ciudad-campamento hasta las batallas de la guerra de la Sucesión, debió impresionar al pintor con su mensaje silencioso y secreto. Debió mirarlo cuando la luz que ilumina el torreón principal venía definida por un sol naciente que doraba sus sillares meridionales. Es decir, en una madrugada del verano, hora propicia para que los artistas salieran al campo, en demanda de rincones excepcionales.
¿Quién pintaría este breve apunte tan certero y sugerente? No lo sé. A mí me basta haber sentido en un instante el latido de una emoción estética ajena, transmitido por la contemplación de un minúsculo lienzo trabajado con pincel, paleta y colores, de un trozo de nuestra historia antigua conservado entre muros y asentado sobre rocas.
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