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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Viejos demonios

CUANDO, HACE tres años, Le Pen obtuvo un éxito inesperado en las elecciones francesas, muchos europeos pensaron: si esto ocurriese en Alemania Occidental sería mucho más grave. Pues ha ocurrido. El domingo pasado, en las elecciones de Berlín Oeste, un partido racista y ultraderechista, los republicanos, ha obtenido un 7,5% de los votos y 11 diputados en el Senado de la ciudad. Este ascenso brusco de un partido casi inexistente ha trastocado el escenario político berlinés. El alcalde democristiano ha perdido su mayoría y los liberales han quedado eliminados del Senado al no alcanzar el 5% de los votos. En cambio, los socialdemócratas y la Lista Alternativa (verdes) han logrado avances sustanciales. Pero estas oscilaciones han quedado en segundo término. Hoy, los comentarios y preocupaciones se concentran en el triunfo de los republicanos.El partido en cuestión nació de una escisión de la Democracia Cristiana de Baviera, partido aliado (aunque con una orientación particularmente derechista) a los democristianos del resto de la RFA e integrante, por tanto, del Gobierno encabezado por Helmut Kohl. En su primera aparición electoral, en Baviera en 1986, los republicanos sólo tuvieron el 3% de los votos, y su presencia en otras regiones ha sido casi nula hasta la sorpresa de Berlín Oeste. El jefe del partido, Franz Schonhuber, es un antiguo miembro de las SS que se vanagloria de su pasado nazi. Su libro sobre la II Guerra Mundial, Tomé parte en ella, le ha dado cierta popularidad en los medios de la ultraderecha. A diferencia de otros grupos neonazis, los republicanos reconocen la Constitución, y por ello no han sido ilegalizados. Más que recordar el pasado, despliegan campañas demagógicas sobre dos ejes: culpar a los extranjeros de todos los males y denunciar la inseguridad ciudadana.

Lo ocurrido en Berlín Oeste trasciende el ámbito local. Para administrar el municipio, lo más probable es que se forme una gran coalición de socialdemócratas y democristianos. Pero las repercusiones más graves pueden producirse en la política estatal de la RFA, como se deduce de unas declaraciones del canciller Kohl, quien, ante la proximidad de nuevas consultas regionales y presionado por su derecha, parece inclinarse hacia una política más restrictiva en relación con los extranjeros y con las libertades públicas (asociación, manifestación, etcétera), para dar satisfacción a la parte de su electorado que se muestra sensible a la campaña de los republicanos. Es un camino peligroso, y no sólo para la RFA, ya que el problema, en términos generales, se plantea a escala europea.

No puede negarse que el aflujo de inmigrantes en nuestro continente plantea problemas serios de orden social, económico y cultural. Urge una política coordinada de la Comunidad Europea que, sobre la base de los principios irrenunciables de la democracia, ayude a encuadrar las nuevas poblaciones de nuestro continente. Pero ceder ante la presión del racismo es entrar en una espiral que lleva a negar la propia razón de ser de nuestra civilización. Conviene recordar que, en el caso francés, una respuesta ofensiva a la demagogia racista, reivindicando los valores éticos del sistema democrático, ha reducido la amenaza de Le Pen. A ello ha contribuido el movimiento independiente SOS-Racisme, que, situado fuera de los cauces polítícos, pero con gran capacidad movilizadora, sobre todo entre los jóvenes, ha influido sobre el partido socialista y sobre el Gobierno.

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El caso alemán occidental es distinto. Los socialdemócratas tienen una actitud neta contra el racismo, pero entre los democristianos hay corrientes más que ambiguas. De afirmarse una presencia de la ultraderecha en la RFA, tendría consecuencias negativas para el proceso de construcción europea.

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