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La presidencia americana, ¿hoy como ayer?

Ahora que las elecciones norteamericanas y las consiguientes discusiones y recriminaciones están empezando a sumirse en la placentera neblina del olvido resulta satisfactorio observar un hecho en el que coinciden todos los analistas. La campaña presidencial de 1988 ha establecido un nuevo punto de inflexión en la lista de trivialidades, que se extienden hasta alcanzar un mal gusto carente de imaginación.Lo que ya no es tan digno de elogio es la incapacidad generalizada de dar una explicación al hecho de que los resultados hayan sido tan malos. Y esto es porque la presidencia se ha convertido, según todos los estándares del pasado, en un oficio relativamente poco importante. Todo su interés, su aureola de grandeza y su continuidad provienen de su trascendencia pasada.

Tres factores indiscutibles han hecho disminuir la importancia de la presidencia. Los tres factores son: la exfoliación de las grandes organizaciones, a menudo llamada burocracia; el hecho de que determinadas y poderosas circunstancias de control se hayan hecho cargo de las decisiones presidenciales referentes a política exterior y el hecho de que haya sucedido casi lo mismo en el terreno de la política nacional.

El cambio más obvio ha resultado ser el del papel de la organización. Cada vez que Woodrow Wilson se sentaba ante la máquina de escribir para redactar un discurso, como dicen que hacía, parece fuera de toda duda que se dejaba sentir su influjo en lo que se decía.

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Pero ahora los discursos presidenciales los elabora un equipo especial encargado de su redacción. Este equipo no existió hasta la década de los años treinta, cuando el presidente Roosevelt, en lo que entonces se tuvo por una sustancial innovación, se rodeó de un reducido círculo de colaboradores, quienes debían tener, según se decía, "pasión por el anonimato".

En las elecciones de 1940, el presidente reunió en torno suyo un equipo de redactores de discursos, cuyo número ascendía a tres o cuatro personas y entre los cuales me contaba. Cuando por fin se pronunciaba el discurso escuchábamos la radio con ansiedad para ver si alguna de nuestras palabras había sobrevivido al toque presidencial. No hubo muchas que lo lograsen.

El asunto continúa por la política. Wilson, como parece ser, tuvo un papel preeminente en la identificación y la postura de los catorce puntos. En nuestros días, sin embargo, cada uno de los 14 puntos hubiese sido el resultado de los esfuerzos de un grupo de trabajo de unos 10 especialistas y mirones departamentales hasta sumar un total de unas 140 personas. Sólo entonces hubiese podido el presidente ver el plan.

Ante la existencia de una mayor organización, el poder tiene una tendencia inevitable a introducirse en su interior. Debido a que los poderes presidenciales se han transferido a la organización, lo mismo ha pasado con los de los jefes de departamento, Por ejemplo, durante estos últimos años ninguna persona que no perteneciese a su área de influencia ha conseguido saber cómo se llamaba el secretario de Agricultura.

Por último está el Pentágono. Éste se ha convertido en un poder en sí mismo, un poder lo suficientemente fuerte como para que durante las pasadas elecciones ninguno de los dos candidatos osase decir nada que hubiese podido sugerir que era "blando en cuestiones de defensa".

Durante una buena parte de su segundo mandato, el presidente Reagan se ha atrevido muy pocas veces a enfrentarse a la Prensa. Esto se ha atribuido, y los que lo han hecho no andan muy descaminados, a una carencia absoluta de agudeza y de conocimientos. Pero, a fuer de sinceros, en gran parte se debía al hecho de que él no tenía nada que ver con la mayor parte de los asuntos sobre los que le habrían preguntado.

En cuanto a la política exterior, las circunstancias controladoras de las cuales es siervo el poder presidencial son dos. Por una parte está el fantasma de la devastación nuclear, a la cual no sobrevivirían ni el capitalismo ni el comunismo. Pero la realidad se ha hecho con el control de la situación y ha hecho que Ronald Reagan pasase del indudable placer que le producía denunciar el imperio del mal a una relación sin precedentes con Mijail Gorbachov. Y también ha conducido al tratado INF en un proceso que por causas de mutua supervivencia debe seguir adelante.

La fuerza controladora de las circunstancias no ha tenido menos que ver en otros asuntos de política exterior. Entre otras cosas está la determinación adoptada por las naciones, grandes y pequeñas, de liberarse del control y la influencia de las superpotencias. También está la cada vez más evidente irrelevancia del capitalismo y del comunismo en su forma más desarrollada en la mayor parte del mundo.

En uno de los más notables ejercicios pedagógicos de todos los tiempos se descubrió que ni siquiera el más elocuente ideólogo podía explicar convincentemente las diferencias entre capitalismo y comunismo a los habitantes del delta del Mekong. Y lo mismo sucede, según parece, con los habitantes de las montañas y el desierto de Afganistán.

Todos los anteriores presidentes pudieron intervenir directamente en Indochina, Centroamérica, la República Dominicana y Cuba. Pero ya no es así. Ni siquiera Nicaragua puede sufrir los efectos de tal decisión presidencial. Lo más que puede esperar George Bush es otra Granada.

En cuanto a la política nacional, existe un campo de actividades más amplio para las iniciativas presidenciales. Pero también en este caso las grandes batallas políticas del pasado han quedado en el pasado. Las dos grandes revoluciones de este siglo -la que trajo consigo el Estado de bienestar y la que dio al Gobierno la responsabilidad macroeconómica de lo concerniente al empleo, la estabilidad de los precios y el crecimiento económico, es decir, la revolución keynesiana- se encontraron una vez dentro de la esfera de influencia presidencial. Ambas fueron aceptadas en las pasadas elecciones. Bush no sólo aceptó la necesidad de la financiación keynesiana del déficit para sostener el empleo, sino que, implícitamente por lo menos, fue mucho más allá de lo que el mismo Keynes habría sugerido.

La pregunta que queda en el aire es por qué las elecciones presidenciales originan tanta excitación. La respuesta está ante todo en que miles de periodistas de radio, televisión y Prensa están involucrados en ellas y deben justificar moderadamente los gastos de viaje y el trabajo en la única industria moderna exenta de cualquier tipo de exigencia concerniente a la productividad laboral. Por tanto, no es de sorprender que todos digan, e incluso que crean, que están cubriendo un hecho de importancia decisiva.

También está el aspecto estratégico de las elecciones, que ha dado lugar a la existencia de un gran número de expertos políticos, que son la fuente de los casi ¡limitados comentarios acerca de la creación de la imagen de la personalidad del candidato, de la fabricación del guión, de sus proclamas propagandísticas y de disponer de sus fondos. Estos expertos son objeto de gran admiración, quizá rayana en la compasión, ya que con frecuencia su vida pública es muy breve. Un genio electoral es alguien que estando en el bando vencedor en unas elecciones está a punto de perder las siguientes.

Por último, está lo que se ha dado en llamar el super bowl syndrome. Excluyendo a los participantes más próximos, no importa quién gane el campeonato. Pero ello no impide que millones de personas tengan puesto un interés casi obsesivo en los resultados. Y lo mismo pasa con las elecciones presidenciales de nuestros días.

Es comprensible que todavía haya quien desee ocupar el cargo presidencial. El presidente todavía disfruta de un papel muy ceremonial y de importantes beneficios no salariales. Pero la cada vez mayor irrelevancia de las elecciones de nuestros días se está dejando notar. La participación electoral de noviembre ha sido la más baja desde que Calvin Coolidge derrotó a John W. Davis, en 1924, época en la que, según casi todos los historiadores, la importancia del cargo presidencial se hallaba también tocando fondo.

John Kenneth Galbraith es catedrático emérito de Economía de la universidad de Harvard. Traductora: Esther Rincón.

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