Un dilema moral
La huelga general convocada por los dirigentes de los principales sindicatos coloca al sector progresista de la sociedad española ante el dilema moral de elegir antre los sindicatos y el empleo de los jóvenes, si se atiende a lo que parece ser el principal motivo de la convocatoria. En caso contrario, y de atender a las formulaciones más genéricas, el dilema moral y político planteado lo sería entre los sindicatos y el Gobierno socialista, único Gobierno progresista posible en las circunstancias políticas actuales y en el inmediato futuro.Si, como decía en esta misma página un conocido sindicalista utilizando un dicho de gusto amerícanizante, "la ópera no termina hasta que no sale la gorda", debe de ser que en la intención de los convocantes la función está a punto de terminar, porque ciertamente los jefes de los sindicatos han sacado a la más gorda que tienen. El profesor Seco Serrano recordaba estos días que tan gorda no había salido ninguna desde 1934. Así que hay que creer que la función va a ser de época, porque hasta ahora un final tan sonado sólo se había presentado dos veces: en 1934 y en 1917.
Creo efectivamente que estamos ante una encrucijada histórica, pero vaya por delante que no hay que dramatizar hasta el extremo de equiparar esta asonada con las dos huelgas generales precedentes, ya que aquéllas eran - al decir de sus convocantes y por lo que luego resultó- revolucionarias. Ésta, no. Tampoco se trata de un simple día de holganza o de la semana grande de las fiestas del pueblo, como a veces parece deducirse de algunas declaraciones un tanto frívolas. No.
Por buscar puntos de referencia históricos más adecuados y próximos a nuestra sensibilidad actual, lo que aquí pasa se parece más a los enfrentamientos entre sindicatos y Gobiernos socialdemócratas o laboristas ocurridos en el Reino Unido, en 1979; en Suecia, en 1976, y en Alemania Occidental durante la última etapa del Gobierno del SPD. De la relevancia de los mismos da idea el hecho de que aquellos enfrentamientos fueran el pórtico de auténticas eras de hegemonía conservadora que todavía duran en dos de los tres países afectados. Así que eso de que aquí no pasa nada tampoco es cierto.
La crisis de relaciones entre sindicatos y partidos socialdemócratas que se inició en la Europa Central y del Norte durante el decenio de los setenta ha sido explicada como la incapacidad de los sindicatos para adaptarse a una nueva etapa social y económica de cambios acelerados y en la que las políticas inspiradas en el radicalismo keynesiano, que habían constituido la médula de los Gobiernos socialdemócratas, ya no servían para mucho. Los partidos en el Gobierno percibieron antes que los sindicatos la inutilidad de las políticas tradicionales para hacer frente a la crisis, pero los sindicatos exigían la aplicación de lo conocido, puesto que había dado buenos resultados en el pasado. En estas condiciones, el enfrentamiento resultó inevitable, sobre todo porque, al verse obligados a abandonar el terreno confortable y previsible de las recetas tradicionales, los partidos en el Gobierno se vieron obligados a adentrarse en un terreno desconocido, en el que no cabía funcionar con piloto automático sino que la conducción había que realizarla a mano, explorando nuevas direcciones y corrigiendo el rumbo a la vista de las circunstancias cambiantes y de los resultados alcanzados. En estas condiciones de mayor incertidumbre, los mandatos recibidos de sus partidos por los dirigentes políticos y de los electores por los Gobiernos eran necesariamente menos específicos e imperativos, más de confianza, basados en la representación, en el liderazgo y en la credibilidad política de los responsables. Los partidos adversarios así lo entendieron, y el ataque a esa credibilidad y liderazgo fue el principal objetivo de la confrontación política desde entonces. Cuando a los ataques políticos se unió la ofensiva social de los sindicatos, la resistencia resultó mucho más difícil.
El caso de Francia en 1981 es el último ejemplo de un Gobierno socialista que tomó posesión con el mandato de implantar un programa de Gobierno tradicional: el llamado programa común, que en sus directrices básicas tenía 10 años de vida y contaba con el apoyo de los comunistas. Al cabo de un año o año y medio era de dominio público que el programa resultaba inviable; que Francia perdería toda credibilidad económica internacional de seguir adelante con él, y que no sólo dificultaba el avance económico sino que impedía también el progreso en la distribución de la riqueza y la lucha contra el desempleo y la desigualdad.
El abandono de la línea emprendida bajo el signo de la llamada política de rigor del Gobierno Fabius provocó también una cierta disgregación de las fuerzas sociales de apoyo y particularmente la separación de los comunistas del Gobierno y el enfrentamiento con la CGT, sindicato comunista mayoritario en Francia. También en este caso las consecuencias políticas del enfrentamiento supusieron la alternancia de partidos en el Gobierno y la subida al poder de los conservadores de Chirac. Pero fue por poco tiempo. El llorado Olof Palme había tardado seis años en erosionar al bloque burgués, hasta que recobró el poder en 1982. Mitterrand logró desalojar a Chirac en dos años, pero ahora ya con un programa libre de hipotecas sindicales de inspiración comunista y con el compromiso de centrar su política, que es lo que está haciendo Rocard, aunque con graves incomprensiones por parte de los sindicatos.
En Italia, las cosas suceden siempre de forma mucho más alambicada y florentina, pero suceden. Bettino Craxi encargó a su ministro de Trabajo - el imaginativo socialista veneciano Gianni de Michelis- de convencer a los sindicatos de que la scala mobile de salarios era un instrumento obsoleto de lucha sindical que corroía la economía italiana con el veneno de la inflación. En estas viejas democracias de raíces milenarias existe el gusto de apelar al pueblo para resolver las disputas cuando los tribunos no llegan a acuerdos: el referéndum del 9 de junio de 1985 dio la razón, por un 54%, a los que parecían condenados a perder, ya que la mayoría de los italianos se autolimitaba con el voto sus propios salarios nominales. Bien es cierto que esta separación entre la práctica sindical y las aspiraciones de la mayoría acabó dañando gravemente la propia posición de los sindicatos: el fruto de la incomprensión sindical respecto de las necesidades sociales fue el descenso desde el 50% al 40% en la tasa de sindicación de los asalariados italianos y la pérdida de peso de intermediación de los sindicatos en la sociedad, con la indeseable desvertebración social que ello comporta y con la aparición de formas corporativas de canalización de las reivindicaciones.
De modo que los resultados políticos de la confrontación de los Gobiernos socialistas con los sindicatos han sido, en el centro y en el norte de Europa, la llegada al Gobierno de partidos conservadores con programas dirigidos directamente a erosionar el poder de los sindicatos, y en los países mediterráneos, el que la sociedad vuelva la espalda a los sindicatos y busque otras formas de intermediación política y social. ¿No podríamos aprender nosotros de estas experiencias?
Aquí, en España, los sindicatos no tienen una base todavía tan sólida ni pueden apelar ni apelan a una tradición socialista de políticas keynesianas, porque al habernos faltado democracia cuando eso se estilaba, también nos faltan tradiciones. Incluso parecía que el ramal socialista de los sindicatos había optado decididamente por abandonar el sindicalismo de confrontación y antagonismo para adoptar otro de propuesta y protagonismo, en el que la defensa de los intereses de los trabajadores asalariados no fuera contradictoria con la de los / as jóvenes, de los / as desempleados / as, de los / as inactivos / as; esto es, de la sociedad toda. Parecía, o al menos a mí me lo pareció hasta hace muy poco, que UGT había optado definitivamente y con valentía por hacer compatible la lucha por la distribución, por la igualdad y la justicia, con el esfuerzo necesario para crear empleo, aumentar la riqueza, integrar a los jóvenes y las mujeres en la vida económica y, en suma, hacer de España un país como el mejor.
Pero ahora surgen las dudas. Parece que ese esfuerzo de hacer compatible lo que necesariamente tiene que ser compatible era sólo un compromiso pasajero. Sólo valía para salir de la etapa de calamidades, que en lo más grueso terminó hace dos o tres años. Ahora todo aquello ya no vale. Ahora hay que reclamar incluso lo que se entregó de buen grado para contribuir solidariamente a salir del atolladero.
¿Pero es que alguien cree que hemos salido del atolladero porque ya no estemos con el agua al cuello? Veamos: la crecida demográfica exige crear un millón de empleos adicionales; la legítima aspiración de la mujer a trabajar hará crecer durante los años venideros en 10 puntos la tasa de actividad femenina, y eso significa un millón y medio de empleos más, y todo ello sin contar los más de dos millones y medio de parados que todavía no han encontrado empleo. O sea que aquí hay que crear cuanto antes cinco millones de empleos adicionales. ¿Es esto para andarse con bromas?
No. Las cosas no están para esas alegrías ni para que los que ya estamos a cubierto con la manta de un empleo tiremos y nos quedemos con ella. Basta de hacer bromas con lo de que sale la gorda. El dicho hispano equivalente es "ríe mejor quien ríe el último", y se adapta bien al gesto altivo y la imagen fiera, que aquí vende más que la política templada del paso a paso, de la perseverancia en el buen hacer; la que busca una mezcla sabia de equidad y de eficiencia. A ésta es fácil zaherirla con la caricatura y el esperpento, que ha sido siempre nuestro mejor estilo. Eso y el gusto por las emociones fuertes, aunque el romance acabe como la reyerta de siempre... "han muerto cuatro romanos y cinco cartagineses". Porque aquí, reír reír, no va a reír más que la derecha. No en vano se ha puesto alborozada a lanzar sus cantos de sirena.
El que todos estos problemas produzcan desconcierto es perfectamente legítimo, porque en una encrucijada como ésta nadie tiene las claves de la salida fácil y segura. Pero lo que no conduce a nada es echar por el camino de enmedio, quemando las naves y rompiendo con todos o prescindiendo de todos los que no están de acuerdo. Al contrario, es el tiempo de agotar el diálogo y la convivencia entre las distintas posiciones, aunque resulte incómodo.
"En tiempos de tribulación, mejor no hacer mudanza", parece que afirma un clérigo y soldado de Loyola. El dicho puede venir bien a la UGT, esa organización centenaria cuya cúpula también está encabezada por dirigentes vascos. Sobre todo porque cuando se plantea a la colectividad un dilema moral es conveniente mostrar la firmeza de convicciones necesaria para dejar que la gente elija su opción libremente, sin castigarles por ello.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.