'Lobby'
Como la cuestión todavía es secreta, sólo cabe aventurar algún pronóstico, pero si me decido a tomar como precedente la carta que el senador James Buchanan escribió al presidente Franklin Pierce en 1852, temo que nos hayamos metido en un berenjenal. Buchanan hacía referencia a "la horda de contratistas, especuladores, corredores de bolsa y miembros de los lobbies que frecuentan los pasillos del Congreso, todos deseosos, por fas o por nefas, y con cualquier o con todos lo ' s pretextos, de meter mano en el Tesoro público; ello es suficiente para alarmar a todos los amigos de este país". El país era, hasta ahora, Estados Unidos. Los lobbies se dividen allá en buenos y malos. Los malos son los que el poeta Walt Whitman calificaba de "peinaduras piojosas y natos vendedores de privilegios de la tierra", pero una vez que los padres de la patria aceptaron la inevitable presencia de la "enfermedad de la facción", tal como la definió el presidente Madison, los buenos prefieren trabajar de cara al público, ofreciendo lisa y llanamente, sin tapujos, consejo y ayuda a los políticos. Los malos tienen sus intermediarios para influir incluso hasta en las plataformas electorales; los buenos son como la todopoderosa National Association of Manufactures (NAM) que redacta un "programa de la industria norteamericana" y se pone a disposición de los partidos Republicano y Demócrata. Y la cuestión viene de lejos, pues ya en 1906 agentes electorales de la NAM recorrían los distritos electorales organizando "asociaciones protectoras" de acuerdo con los candidatos: la lista blanca, que apoyaba a los sindicatos, se convertía automáticamente en lista negra, que era la que apoyaba la patronal. Hoy la NAM es mucho más sutil. Toma nota de los resultados de las votaciones a favor y en contra de la patronal que se producen en el Congreso, distribuye copias entre sus asociados, y que cada uno saque las consecuencias.Una visita a la biblioteca del Congreso de Estados Unidos puede ser aleccionadora. El informe de la Cámara número 113, 63 2 Congreso, segunda sesión, nos dice que una investigación, precisamente de la NAM, duró cuatro meses y produjo 60 volúmenes de revelaciones. La conclusión final no puede ser más desoladora: "...una organización de fines y aspiraciones tan vastos y de alcance tal como para provocar la admiración y el temor; admiración por el genio que la concibió y temor por los efectos finales que el cumplimiento de estas ambiciones podría producir en un Gobierno como el nuestro".
La palabra lobby apareció allá por 1829, cuando los muñidores de privilegios se movían por los pasillos del Capitolio del Estado de Nueva York, en Albany. Muy pronto el término y los lobby agents se trasladaron a la colina de Washington para defender los ingentes intereses de los derechos ferroviarios, los poseedores de patentes, las batallas sobre tarifas y los privilegios de los monopolistas. En ese período el famoso inventor de la pistola Colt, don Samuel Colt, pagó 10.000 dólares, una fortuna en aquella fecha, a su lobbista, el congresista Alexander Hay, el cual, a su vez, invitaba a otros colegas a pantagruélicas cenas en las que alternaban tres encantadoras damas que servían para alegrar a los congresistas. La trivialidad era cosa corriente y el tráfico de influencias moneda común para influir sobre los políticos de Washington.
El antiguo talante persiste en el Congreso, sólo que hoy han cambiado los modales. El catálogo de negocios sucios está a la orden del día, pero los periodistas carecen de pruebas para demostrar ante los tribunales que el dinero ha pasado de una mano a, otras. De ahí que los lobbies astutos huyan de los planteamientos frontales y busquen el asesoramiento de los gabinetes de abogados altamente especializados que mediante suculentas minutas defiendan los intereses de los camioneros, agricultores, fabricantes de armas o compañías de aviación.
Una encuesta llevada a cabo hace unos años demostró que en la práctica casi todos los sectores de intereses estaban representados de una u otra manera en algún influyente lobby, con una sola excepción: el ciudadano común y corriente que abona puntualmente sus impuestos. Fue un consuelo, porque quien no se consuela es porque no quiere.
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