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Las tristes buenas noticias

El triunfo del Real Madrid en la Liga ha sido celebrado por sus entusiastas, según cuentan las crónicas, con no disimulada tristeza. El del Barcelona en la Copa, según las mismas fuentes, ha sido recibido por sus abatidos seguidores con aires de aburrido y humillante sepelio. Y es que la gente no se contenta con nada. Cansados y distantes, los ciudadanos le vuelven, al parecer, la espalda al Gobierno, pero no por eso se alegran en la contemplación de los que somos la oposición. A pesar de que no deja de haber buenas noticias, no deja de lucir el desánimo.En el coloquio consiguiente a una conferencia pronunciada en la universidad de Harvard, alguien le preguntó al señor presidente del Gobierno por qué había en España tres millones de parados. La respuesta, según la información de radio por la que me enteré, si así puede decirse, echó primero su parte de culpa a los antecesores en el disfrute del Gobierno, sin mucha precisión temporal (los gobernantes, ya. se sabe, no se suelen resistir a la elegancia del juicio histórico, negativo de sus antecesores, según el criterio hasta que viene el caos; ¿recuerdan los 100 años de incuria que según Franco, precedieron a Franco?). Y el señor presidente expresó luego lo que es la doctrina oficial y ampliamente admitida: estamos creando 300.000 puestos de trabajo al año; pero llega todavía más gente, cada año, a pedir un lugar en el mercado de trabajo. Y ahí terminó, según la emisora. Nada nuevo, por lo demás; es cantinela repetida, qué le vamos a hacer si sobra gente.

Con el permiso de madridistas y barcelonistas, esa respuesta es más terrible que las pérdidas de ilusiones que entristecieron los recientes triunfos de sus equipos. Porque se produjo entre un conjunto de datos ciertos sobre el buen momento de la economía española: el año 1987 ha, crecido cerca del 5%, más que en ningún otro país de la CE; en este año 1988 se espera una nueva inscripción en el libro de récords del crecimiento entre los países europeos (y el ser los primeros en Europa es algo que llena de legítimo orgullo a nuestra humillada conciencia colectiva, aunque se trate del concurso (le la cucaña; y aquí, ciertamente, no se trata de cucañas). Parece que más es imposible; hay incluso ilustres banqueros, que de estas cosas saben mucho, que dicen que no hay guapo que lo mejore; y cuando gente tan avispada lo dice, sus razones tendrán.

Pero alguien, entonces, llevado de la funesta manía de siempre, se pregunta: si creciendo a tope creamos puestos de trabajo insuficientes para la oferta de mano de obra, y notoriamente insuficientes, ¿qué le vamos a contar a la gente? La doctrina oficial en esta cuestión transmite un cierto aire de resignación ante lo inevitable: es el mejor mundo posible; que cada cual saque sus propias consecuencias, siempre que no podamos evitarle tan penosa tarea mental mediante distracciones más o menos consoladoras.

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Yo no creo que los gobernantes se resignen; los gobernados más afectados, desde luego, muestran al menos una cierta inquietud. Pero ahí, de momento, queda la cosa. Se comprende que no puede ser más triste. Porque hubo tiempos en que podía decirse, por ejemplo, aquello de "con la Iglesia hemos topado"; a la gente le quedaba el recurso de hacerse descreída, o, al menos, anticlerical. Pero ¿quién, en su sano juicio, armará una cruzada contra las inexorables leyes de la economía? Ya se sabe, desde Esquilo, y aun antes, que frente a lo inexorable no hay nada que hacer. Y quienes lo intenten son necios ignorantes que, sobre no saber nada de economía, ni siquiera han leído a Esquilo.

Si bien se mira, sin embargo, hay, en la doctrina oficial y generalmente admitida, una brizna de esperanza; para el futuro, claro;, para un futuro quizá no tan lejano; pongamos 10 años o 20; una o dos décadas prodigiosas; o el año 2000 (1992 ya no sirve para estos menesteres). La esperanza está en la demografía, y quizá en la emigración, pero sobre todo en la demografía., La emigración fue benéfica para el régimen anterior, que consiguió el pleno empleo con un desarrollo rápido y con la ayuda adicional, no despreciable, de los países europeos que dieron trabajo a varios mifiones de españoles, pero ahora se vislumbra una solución mejor, estructurabnente más tranquilizadora; cuando, por fin, haya menos gente que quiera trabajar, por la causa obvia de que la gente no haya nacido, es decir, no exista, el paro se desleirá como un azucarillo.

Claro que entonces tendremos problemas de inmigración, discriminación frente a trabajadores extranjeros, problemas raciales incluso, etcétera; pero eso será sufrimiento de gente ajena; los nuestros, al fin, podrán trabajar, más o menos, todos.

Ahora estamos padeciendo colectivamente los efectos de la paternidad irresponsable de la época del desarrollo; la gente, en cuanto medio se quitó el hambre, se puso alegremente a traer niños. Y ahora los niños hechos mayores se encuentran con las inexorables. Pero ya hacomenzado el descenso; ya sabemos que en la EGB se empieza a reducir el número de puestos escolares porque no hay ocupantes; y que la tan comentada masificación de la universidad va a alcanzar su tope en pocos años. Lo dicho: con un poco de suerte, en el año 2000, más o menos, las inexorables lo serán para los hijos de los irresponsables de hoy; no para los nuestros. ¿Para qué armar en el ínterin tanto ruido si todo está previsto?

Mientras, algunos pueden seguir preguntándose por qué la economía española es capaz de ocupar, comparativamente, menos traba . adores que cualquier otro país de los que crecen menos rápidamente que nosotros. Algunos pueden seguir pensando que se podrían aplicar políticas que integren a los jóvenes en programas que les ocupen; y que algo habrá que hacer para conseguir que disminuya el temor que los empresarios sienten frente a los trabajadores, frente a su mera existencia en la empresa, mal necesario, mal que eliminar, según la experíencia adquirida en los años de crisis; y que hay que orientar todo el sistema educativo a la preparación de posibles trabajadores, y no de seguros parados, y especialmente ciertos tipos de enseñanza; y que hay que modificar las prioridades del gasto y de la inversión pública; y más cosas. Pero Se trata siempre de gente que no sabe de qué va.

Nadie puede decir, sin embargo, que no se cumplen los mandatos constitucionales:

.Los poderes públicos..., de manera especial, realizarán una política orientada al pleno empleo" (artículo 40). Como es sabido, en cuanto un sujeto apunta calvicie incipiente o canas, incluso prematuras, se le prohíbe trabajar o se le manda a su casa con cargo al presupuesto, aunque con retribuciones o miserables o congeladas. La primera consecuencia que entra en la lógica de las inexorables: el paro se combate y el mandato constitucional se cumple, prohiY, sin embargo, parece inevitable una cierta tristeza cuando se conquista ese campeonato europeo del crecimiento. Los hijos de los que quisieron redimir a los proletarios han descubierto que es mejor que los proletarios no lleguen a existir, o sea, muerto el perro se acabó la rabia. Y traerán, paso a paso, el pleno empleo, basándose en aquella doctrina económica que entonces, hace más de un siglo, pareció (ignorantes que eran) tan duramente reaccionaria; la más sombría aportación a la historia de las doctrinas económicas, obra de un clérigo inglés llamado Malthus. Así habrá trabajo para todos: un mundo feliz, o, para decirlo en su idioma original, brave new world.

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