Tribuna:

De la A a la Z

Asistir a un proceso tan largo y complejo como éste viene a ser como leerse la enciclopedia Espasa de la A a la Z: uno intuye que, si está lo suficientemente atento, podrá captar la esencia de todas las cosas, la explicación misma del mundo. Pero la acumulación de saberes inútiles es tal, que uno se pierde entre las retahílas alfabéticas. Pues bien, este juicio es igual: un zumbido monónotono de preguntas y respuestas. Pero de vez en cuando salta una chispa, y uno cree entrever por un momento, como bajo el latigazo de un relámpago, el transfondo de lo real.Eso sucedió ayer por la mañana con el...

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Asistir a un proceso tan largo y complejo como éste viene a ser como leerse la enciclopedia Espasa de la A a la Z: uno intuye que, si está lo suficientemente atento, podrá captar la esencia de todas las cosas, la explicación misma del mundo. Pero la acumulación de saberes inútiles es tal, que uno se pierde entre las retahílas alfabéticas. Pues bien, este juicio es igual: un zumbido monónotono de preguntas y respuestas. Pero de vez en cuando salta una chispa, y uno cree entrever por un momento, como bajo el latigazo de un relámpago, el transfondo de lo real.Eso sucedió ayer por la mañana con el testimonio de Martín Pachón, jefe del servicio médico de la DGP en 1983. Entre tanto testigo correoso y de tanta imprecisión, Martín Pachón relucía de pulcritud explicativa. No es que colaborara ansiosamente con la acusación, pero tampoco entorpecía. Y en su declaración calmada, profesional y escueta, parecía adivinarse el eco del escándalo que provocaron, hace unos días, los pobres testimonios de sus colegas médicos. Se diría que Martín Pachón llegó tascando el freno a los caballos y apagando fuegos.

Y así, se apresuró a explicar que sí, que los médicos preguntan por el origen de las lesiones de los detenidos, aunque esa información no se incluya en los partes, porque éstos se cifíen exclusivamente a los daflos físicos. Pero, sobre todo, con su tono impertérrito, vino a admitir que algunos detenidos pudieron recibir malos tratos en la comisaría.

Hay algo más angustioso que imaginar que Manzano contase la verdad cuando declaró las atrocidades que él dijo que le hicieron, y es sospechar que esos hechos puedan ser más o menos comunes, y no un exceso. Pero lo peor es el marco legal del que se nutren estas hipótesis temibles. Porque, en el caso de que el tribunal admitiese punto por punto la veracidad de las denuncias por malos tratos de Manzano, los procesados sólo serían condenados a un máximo de seis meses de cárcel. En nuestro país no existe una pena específica para el delito de torturas: las sanciones se aplican de acuerdo a las lesiones físicas, a los días de hospitalización y convalecencia. Pero sobar los pechos de una detenida, por ejemplo, no deja cicatrices en la carne. Entre la A y la Z, uno cree adivinar, a veces, fugaces retazos de una realidad inquietante.

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