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Tribuna
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El día del castigo

En la Argentina ni siquiera pronunciamos el vocablo campesino. Los propietarios de la pampa húmeda dicen hombres de campo. Los trabajadores se identifican como peones rurales, y así los llamó la ley famosa de Perón que puso límites a su explotación. Unos y otros son además blancos. Los cabecitas negras no abundan en la provincia de Buenos Aires, vienen del Sur o del Norte, y de todos modos comparten una lengua y una cultura nacionales, de origen europeo. Sus luchas son por empleo, condiciones de trabajo, seguridad social, salarios.Lo que aquí es exótico es la regla en América Latina: masas campesinas, además indígenas, para las cuales el español es la segunda o acaso la tercera lengua. Guatemala es el caso extremo. Los mayas se deglutieron al conquistador blanco. Sus rostros siguen siendo los de hace cinco siglos, como también ocurre en el Perú. Pueblo testimonio, los llama la antropología.

El primer derecho que cada generación debe afirmar en Guatemala es la conservación de sus pobres tierras altas, en las que sus mayores se refugiaron cuando los enclaves agroexportadores les quitaron las más fértiles que cultivaban en la costa. El segundo, el derecho a la vida. Si se pierde la tierra se pierde la vida, y por eso tan a menudo se pierde la vida por defender la tierra.

El Ejército de Guatemala empezó a desaparecer personas antes que los norteamericanos probaran en Vietnam esa técnica con la que los militares argentinos espantarían después a todo el mundo, no porque sus víctimas fueran más, sino porque eran blancas. Muchas personas sensibles y progresistas de la clase media limeña se conmueven con los relatos de la represión ilegal argentina, y son indiferentes a las masacres de campesinos indios en la sierra central del Perú. El exterminio de poblaciones enteras es allí una vieja costumbre. Hasta que la rebautizaron Perón, en Buenos Aires hubo una calle Cangallo en homenaje a un pueblo que el general español Carratalá arrasó durante la guerra de la independencia por haber apoyado a San Martín.

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En Guatemala hay 46.000 viudas y 125.000 huérfanos, aparte de los 200.000 exiliados, cifras descomunales para un país de ocho millones de habitantes. Rigoberta Menchú es hija de uno de los 39 campesinos que el Ejército incendió vivos en enero de 1980 en la Embajada de España, que habían ocupado en protesta por los secuestros y desapariciones de quienes defendían sus tierras. El libro con la historia de su vida, grabada y transcrita por la venezolana Elisabeth Burgos, directora de la Casa de América Latina en Francia, llamó la atención en Europa sobre una causa tan a trasmano de la posmodernidad y el antitercermundismo reinantes.

"Fuimos nueve hermanos. Estamos vivos tres", dice Rigoberta con una naturalidad que asusta. ¿Y los otros seis? "Dos se murieron de desnutrición. Dos fueron asesinados junto con sus familias. Dos están desaparecidos". Su idioma es el quiché, uno de los 22 de origen maya que aún se hablan en Guatemala. Después aprendió el kikchí, para entenderse en el mercado en el que su madre cambiaba un tejido por algo de comer. El español lo estudió a partir de los 19 años con un grupo de religiosas con el mismo propósito que llevó a su padre a encerrarse en la embajada: para que todo el mundo supiera sus verdades. Por lo mismo, ahora está lidiando con el inglés. "Somos pocos los que tenemos el privilegio de conocer dos mundos, el mundo de los pobres, el mundo de los pueblos y el mundo de los organismos políticos internacionales en los que se discuten los derechos humanos y se deciden los intereses de los pueblos".

Dos mundos. Rigoberta habla ante un grabador japonés en un departamento del barrio que árabes y judíos comparten en París, ataviada con un traje quiché bordado a mano, un poncho de lana y un bellísimo collar de piedra y coral, a los que llama en su lengua guipil, sut y chachal. Los vistió en la tribuna de la comisión de derechos humanos y ante la Asamblea General de las Naciones Unidas cuando testimonió en nombre del Consejo Internacional de los Tratados Indios, sobre la tragedia de su gente. Causó conmoción cuando propuso que la llegada de los españoles a América no fuera una fiesta, sino el grave recuerdo de 500 años de resistencia de los pueblos avasallados.

"Los gobiernos latinoamericanos necesitan publicidad para avalar las olas incipientes de democracia o las inexistentes democracias y por eso están listos a invertir millones de dólares para celebrar los exitosos encuentros culturales de España con los antiguos dueños del continente y los logros del desarrollo. Pero esto sería un escándalo. En Guatemala, el 85% de la población es analfabeta", explica. "Por eso los indígenas no aceptamos que el quinto centenario sirva para burlarse de nuestros pueblos y queremos que sea el Día de los Desaparecidos, el Día del Castigo a los responsables de tantas muertes".

Casi cinco décadas corrieron desde el holocausto judío, que se conmemora con la consigna "Ni olvido ni perdón". Siete pasaron hasta que el pueblo armenio obtuvo el reconocimiento internacional del genocidio que padeció en 1915, aunque no queden turcos sobrevivientes a quienes juzgar. Ni siquiera cinco siglos han borrado el dolor y la indignación por lo que las potencias coloniales europeas hicieron con los nativos de las tres Américas. A dos años de la condena a Videla, Massera & Cía., luego de la ley de obediencia debida que liberó a centenares de asesinos, y cuando aún quedan docenas de juicios pendientes, una parte de la clase política argentina ya sueña en cubrir la guerra sucia con un sut de amnesia. Sólo su incultura y poquedad le impiden aprender de las lecciones de la historia que el suyo es un empeño vano.

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